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Columna
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Desde 1982 en España se construyó un sistema de educación y de salud que no tenía mucho que envidiar a los mejores de Europa en calidad, tecnología y profesionalidad

Jorge M. Reverte

Hace poco más de un año los telespectadores de todo el mundo asistimos con asombro a una demostración espectacular: la inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres. Toda la ceremonia giró en torno a una institución, The National Health Service. Los ingleses se mostraban orgullosos de aquel montaje que fue ejemplo para el mundo. Fue una de las más desvergonzadas exhibiciones que se ha podido ver por televisión. Porque todo el mundo sabía que semejante cosa, el NHS, está destrozado de forma concienzuda. Margaret Thatcher y todos sus sucesores, Tony Blair incluido, se han aplicado en serio hasta conseguir que el sistema sanitario británico esté un puntito por encima del tanzano.

Pero se les ha quedado en la memoria de tal manera que siguen reivindicando el montaje como si el NHS funcionara aún con toda su alegría socialdemócrata. Aquí no nos funciona ni la memoria. Durante unos años, desde 1982, en España se construyó un sistema de educación y de salud que no tenía mucho que envidiar a los mejores de Europa en calidad, tecnología y profesionalidad de los funcionarios que lo hacían andar todos los días. Ese sistema se está desarbolando con la misma eficacia salvaje que se aplicó en Gran Bretaña. Todavía no estamos en esos niveles de miseria que se respira, por ejemplo, en las salas comunes de los hospitales de Manchester. Pasa lo mismo en otros terrenos: los trenes, que fueron también un orgullo de esa nación, se van rompiendo por todas las esquinas. Los españoles todavía andan y son, además, puntuales.

Londres nos envía brillos cegadores desde la City, donde una cuadrilla de ladrones vestidos con elegancia manipulan los tipos de interés mientras se toman unas pintas en pubs como el Black Friars. Hacia ahí vamos, conducidos por Rajoy. En pocos años, podremos presentarnos de nuevo al COI. Orgullosos de nuestra chatarra.

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