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Tribuna
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Ruiz-Gallardón liquida el poder judicial

El ministro ha logrado superar los excesos que PSOE y PP han cometido con el CGPJ

Las tribulaciones que los dos grandes partidos están experimentando a cuenta de la corrupción —especialmente el PP, con esa bomba de relojería que se llama Luis Bárcenas, ni siquiera soportable por abogados sensatos— dejan en un segundo plano las atrocidades que el ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, está perpetrando. No conforme con querer modificar la ley del aborto para impedir que las embarazadas sean asediadas por “determinadas estructuras” abortistas, con imponer tasas judiciales que desanimen a los recurrentes, o con la entrega del Registro Civil a los registradores de la propiedad y mercantiles, se ha embarcado en una misión mucho más grave: liquidar el Poder Judicial, ya maltrecho por el juego político de PSOE y PP, pero con posibilidades de ser revitalizado, en lugar de dinamitado, como parece preferir el ministro.

El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que la Constitución de 1978 creó para desapoderar del Gobierno de los jueces al Poder Ejecutivo, ha funcionado en España a años luz del éxito cosechado por su modelo, el Consejo Superior de la Magistratura, de Italia. Es probablemente la institución constitucional española que peor resultado ha dado, aunque la responsabilidad de su fracaso no hay que atribuirla a los constituyentes —como en tantos otros desarrollos de la Ley de Leyes—, sino a los constituidos. Ninguna de las sucesivas aberraciones que los dos grandes partidos de Gobierno han cometido con el CGPJ es comparable con la que ha maquinado Ruiz-Gallardón, amparado en la mayoría absoluta del PP y sin demasiada oposición del PSOE, que no se atrevió a tanto, pero que ya deterioró bastante su función, esencial para la democrática división de poderes.

Tras un primer CGPJ, el de 1980, copado por la conservadora y corporativa Asociación Profesional de la Magistratura, a causa de que el legislador de entonces no acertó a diseñar un sistema proporcional para la elección entre los propios jueces de 12 de los 20 vocales, se produjo el cambio sustancial de 1985, cuando el Gobierno socialista aprovechó su mayoría absoluta —¡cuánto daño hace a la democracia el mal uso de esas tremendas mayorías!— para cambiar de modelo: no serían ocho juristas los elegidos por las Cámaras, sino los 20 vocales.

Amparados en mayorías absolutas, los dos grandes partidos han deteriorado la función del Consejo, clave para la división de poderes

La medida, en sí, parecía democratizadora —un baño de soberanía popular para los gobernantes del tercer poder del Estado, el judicial—, pero resultó nefasta porque, bajo la apariencia de constitucionalizar a una judicatura mayoritariamente anclada en el franquismo, lo que se hizo fue vincular el gobierno de los jueces al Ejecutivo socialista, como si la independencia judicial hubiera de predicarse solamente del Gobierno derechista o centrista, no del de izquierdas.

Una prueba evidente fue una investigación sobre torturas en Euskadi, a cargo de la juez Elisabeth Huertas, que citó a declarar a 90 guardias civiles, a lo que se negó el Gobierno de Felipe González, con Fernando Ledesma como ministro de Justicia, aunque quien lo explicó a través de TVE fue su subordinado Juan Antonio Xiol, hoy magistrado del Tribunal Constitucional. La razón de Estado prevaleció sobre la independencia judicial. Como recordaba el magistrado Perfecto Andrés en el reciente curso de verano sobre Justicia Democrática, celebrado en la residencia La Cristalera, de Miraflores de la Sierra (Madrid), dirigido por la historiadora Pilar Díaz Sánchez, en 1985 el PSOE “dio un golpe de mano y efectuó una toma del Poder Judicial por la mayoría política, haciendo lo contrario de lo que había predicado desde la oposición”.

Y a partir de entonces, el PSOE y el PP, sin ni siquiera discutir ni negociar la cualificación jurídica de cada candidato, se han venido repartiendo el CGPJ: nueve para el PSOE, nueve para el PP, uno para el PNV y uno para CiU (en una ocasión Lluís Pasqual Estevill, autor de delitos de corrupción que terminaron llevándole a la cárcel). Y el presidente —que la Constitución exige que lo elijan los 20 vocales— se pacta inconstitucionalmente por los dos principales líderes políticos, como ocurrió con el ejemplar caso de Carlos Dívar, sin que nadie impugnara el procedimiento.

¿Era posible alcanzar más ignominia para apropiarse del CGPJ? Sí, lo ha conseguido el ministro Ruiz-Gallardón, con un paso al frente: ya no hay que repartirse el CGPJ; se lo queda el partido mayoritario, cuyos votos aseguran la mayoría de vocales necesarios para, por ejemplo, designar —sin tener que negociar con nadie— los nuevos magistrados del Tribunal Supremo, a los que a lo mejor termina cayéndoles (¿quién lo puede saber?, recuérdese el caso Naseiro) todo este lío del Gürtel o de Bárcenas.

Y, como estamos en crisis y no es cuestión de gastarse demasiados euros en que los jueces funcionen, a pesar de la importante tarea democrática de gobernarles —formarles, modernizando la anacrónica oposición memorística; inspeccionar a fondo los juzgados y tribunales; decidir sobre los méritos para los ascensos; disciplinarles eficazmente como servicio al justiciable; defender la independencia judicial—, 14 de los 20 vocales dejan de ser miembros permanentes del CGPJ y solo a ratos trabajarán para el Consejo, convertido en una delegación del Ministerio de Justicia, a imagen y semejanza de cuando Franco. ¡Enhorabuena, señor ministro!

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