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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una mala idea

Los ciudadanos tienen derecho a denunciar los fraudes, pero con nombres y apellidos

MARCOS BALFAGÓN

Por qué las instituciones del Estado no deben favorecer la delación? Porque excita los bajos instintos de los denunciantes, que tienden a confundir sus inquinas con indicios de delito; porque el recurso al chivatazo delata, valga la redundancia, la debilidad de los organismos que se sirven de él como recurso y el fracaso de los métodos ortodoxos para perseguir el delito y el fraude; porque sustituye la información por el rumor e incentiva la maledicencia; y porque, en fin, tiene un coste de gestión absurdamente elevado para separar el grano de la paja, como bien saben los policías de los países democráticos. Pocos fenómenos provocan tan rápidamente el caos en forma de toneladas de información inútil como el anuncio de una recompensa o la apertura de la veda a la información anónima. Aunque todo esto se sabe y se dispone de cálculos exactos con la despreciable rentabilidad de las políticas de delación, los Gobiernos siguen recurriendo a ellas. El Ministerio de Trabajo invita, más bien incita, a los ciudadanos a que denuncien sin empacho alguno los casos que conozcan de trabajo sin contrato, fraude laboral o cobros indebidos del seguro de desempleo. Dice el ministerio que este es el complemento (es decir, la guinda, lo que dice mucho sobre la calidad del pastel) al plan de lucha contra el empleo irregular y el fraude a la Seguridad Social.

Al confite se lo han puesto fácil. La ministra Báñez y su equipo han habilitado un formulario en la web que puede rellenar impunemente de forma anónima. No es necesario aportar datos personales ni (¡faltaría más!) pruebas. El pretexto, de elevado contenido retórico, es que “el Estado e bienestar y las conquistas sociales alcanzadas, están en peligro”. Pues que sepa la ministra que los chivatazos no van a salvar ni el bienestar ni las conquistas.

Se dirá, con razón, que los ciudadanos tienen derecho a denunciar los fraudes, sean fiscales, sociales o societarios. Tienen derecho —incluso obligación— de hacerlo con sus nombres, apellidos y DNI. Pero no de forma anónima, entre penumbra, como en los expedientes inquisitoriales. La irresponsabilidad y su corolario de sanciones erróneas, molestias a inocentes o malos entendidos innecesarios, es el mal colofón de esta mala idea.

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