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Columna
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CSIC

Un lugar repleto de talento y de trabajo bien hecho en muchas disciplinas que se resumen en una: la investigación básica

Jorge M. Reverte

Madrid es estos días un quemadero. El calor de este tórrido julio se suma al que emiten las hogueras sobre las que muchos dirigentes políticos colocan sus extremidades. La frase “pongo la mano en el fuego” resuena en las sedes parlamentarias y las de los partidos. La ciudad apesta a carne abrasada. Tanto se usa el tópico que su significado se da la vuelta y sirve más para certificar que alguien ha cometido un error, o un delito, que para asegurar la inocencia de la persona a la que se quiere honrar. Hay quien aseguró que pondría su mano en la parrilla por Bárcenas, por ejemplo. 

Pero hay más quemaderos. El Gobierno está dejando que se consuma a fuego rápido una de las instituciones más sólidas de este país, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, el CSIC. Un lugar repleto de talento y de trabajo bien hecho en muchas disciplinas que se resumen en una: la investigación básica.

Del CSIC es difícil que se extraigan éxitos espectaculares, porque sus trabajadores justamente hacen ciencia, no aplicaciones directas a la industria que sirvan para que las púas de un cepillo de dientes sean más finas o que un coche pese la mitad. Esos resultados suelen llegar mucho más tarde y son responsabilidad de las empresas que apliquen los avances.

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Pero sin esta investigación básica estaremos definitivamente por detrás de Botswana en los índices internacionales que miden la eficiencia de un país.

Hay que reconocer que el esfuerzo para mantener el CSIC es enorme: este año necesitaría, como poco, lo que cuesta el traspaso de un lateral izquierdo para un club de fútbol de Primera División. O una cantidad similar a la que, con gran paciencia y sudor, Luis Bárcenas consiguió acumular en varios bancos suizos. Un pastón.

Hacer esas comparaciones no es demagogia. Es demagogia llamarle ajuste a un auténtico crimen social.

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