La resistencia a la privatización de la sanidad
La sociedad española no acepta las revoluciones al estilo de Margaret Thatcher
Desde hace algún tiempo, una parte del partido en el poder está tratando de privatizar la sanidad, como ya ocurre con la enseñanza concertada. El intento se inició en la Comunidad Valenciana donde ya ha avanzado bastante, y después se trasladó a territorios vecinos como Castilla-La Mancha, aunque también a Cataluña. Pero donde la privatización ha cobrado mayor impulso ha sido en Madrid, dado el interés de Esperanza Aguirre en trasplantar la revolución neoliberal de Margaret Thatcher, cuando privatizó el National Health Service con resultados nefastos. Y tras retirarse del poder, ha sido su sucesor quien se ha propuesto culminar la obra de su mentora, privatizando de una tacada parte de la sanidad madrileña. Para ello se cuenta con una coyuntura muy favorable, dada la exigencia europea de recortar el gasto público para atajar el déficit fiscal. Pero ¿logrará el PP sacar adelante su revolución privatizadora, dada la mayoría absoluta de la que goza? Cabe dudarlo, aunque nada más sea por dos razones (aunque podrían alegarse otras, derivadas de sus efectos perversos y demás disfunciones técnicas).
La primera y políticamente más significativa es la firme resistencia profesional y ciudadana que se están encontrando, mucho más intensa de cuanto cabía esperar. Las encuestas ya advertían de que la opinión pública española se opone frontalmente a la privatización del Estado de bienestar. Pero los estrategas del partido en el poder contaban con que esa oposición ideológica no se tradujese en resistencia activa. Y no ha sido así. Por el contrario, las movilizaciones contra los recortes y privatizaciones de la sanidad están siendo constantes y cada vez más frecuentes e intensas. Es la ya famosa marea blanca, surgida en Madrid el año pasado, que vino a sumarse a la marea verde contra los recortes en la enseñanza que ya recorría nuestras calles desde que Zapatero se vio conminado a cercenar nuestro Estado de bienestar.
Como se sabe, 2012 fue el año de más elevada conflictividad en España, en protesta contra el gran ajuste que nos impuso el Eurogrupo como condición al rescate de nuestra banca. De ahí que a partir de septiembre ardiesen las calles de indignación, con miles de manifas en protesta contra los despidos y recortes. Y las dos grandes estrellas nacientes de la movilización ciudadana fueron el Stop Desahucios de la PAH y sobre todo la marea blanca, precisamente. Pues en efecto, todos los estamentos y colegios profesionales de la sanidad pública, con los sindicatos médicos a la cabeza, han organizado la más activa resistencia contra la privatización sanitaria que ya está en marcha, pero que quizá tenga que replantearse a la vista de la persistente oposición popular.
Pero existe otra razón más de fondo que técnicamente se conoce como path dependence, expresión que se traduce como dependencia de la senda o trayectoria institucional recorrida. La idea fue propuesta por el historiador económico Paul David en 1985 para referirse a la imposibilidad de cambiar en los teclados de ordenador el sistema Qwerty que se adoptó por primera vez en las máquinas decimonónicas de escribir. Pero después fue consagrada como concepto en su libro Instituciones por Douglass North, el fundador del neoinstitucionalismo, que obtuvo el Premio Nobel de Economía en 1993. A partir de él se entiende como dependencia de la senda la predisposición institucional a continuar la misma trayectoria recorrida desde el origen, lo que puede resumirse en la fórmula: “El pasado importa porque tiene poder de veto”. El politólogo Paul Pierson trasladó el concepto desde la historia económica a las instituciones políticas, y el sociólogo Esping-Andersen lo aplicó a las políticas públicas en su libro Los tres mundos del Estado de bienestar, que identificó tres modelos institucionales de protección social: el liberal o anglosajón, el nórdico o socialdemócrata y el continental o cristianodemócrata, con otra variante mediterránea o posautoritaria.
La reforma de los servicios públicos está constreñida por sus orígenes
La idea fuerza es la siguiente: las posibilidades de reforma de los servicios públicos están limitadas y constreñidas por sus orígenes fundacionales, de modo que una vez emprendido un sendero de desarrollo ya no se lo puede abandonar, debiendo continuarse con meras reformas a lo largo de la misma trayectoria. Y es que las decisiones adoptadas en el pasado crean precedentes, condicionando por tanto las que puedan adoptarse después. Dos ejemplos recientes lo ilustran bastante bien. El Gobierno de Zapatero intentó crear con su Ley de Dependencia una red de servicios sociales inspirada en el modelo nórdico. Pero al desarrollarla, lo que se estableció no fue nada parecido a ese modelo, sino un mero refuerzo del viejo familismo mediterráneo, que pone a los mayores discapacitados bajo la dependencia doméstica de sus cuidadoras familiares. Y el otro ejemplo es el intento del presidente Obama, que se propuso crear en EE UU un sistema público de salud parecido al modelo continental europeo, de tipo universalista. Pero también fracasó en su intento, pues lo que al final terminó por establecerse fue otra versión del sempiterno asistencialismo liberal anglosajón.
Y con el actual intento del PP de trasplantar a España el modelo anglosajón de privatización de la salud quizá suceda otro tanto. Thatcher pudo privatizar el National Health Service en perfecta coherencia con el modelo liberal anglosajón que tuvo su origen histórico en Reino Unido, pues la nacionalización británica de la sanidad solo fue una secuela de la II Guerra Mundial. Mientras que la sanidad española nació como pública desde su origen en la revolución desde arriba de Maura, y sobre todo tras su desarrollo por el franquismo a imitación del modelo fascista italiano, para luego completar su universalización con los Gobiernos socialistas de González. De ahí que la cultura política de los españoles haya heredado una preferencia congénita por la sanidad pública, igual que heredó su preferencia por la vivienda social de propiedad privada (un modo de domesticar a la clase obrera que el franquismo también importó del fascismo). Y si esto no sucede con la educación privada, que goza de la preferencia de los españoles, es porque nuestro sistema de enseñanza nació históricamente con una doble red: pública y estatal para las clases populares, privada y religiosa para las clases medias. Pero lo que cuenta con tanta aceptación para el sistema educativo no parece que pueda alcanzarla para el sanitario. Así que se equivocan los conservadores que pretenden importar la revolución privatizadora de la señora Thatcher, pues la dependencia de la senda histórica recorrida probablemente lo impedirá. Aquí lo más que se puede trasplantar es el ordoliberalismo germánico de austeridad burocrática, pero no el neoliberalismo anglosajón del capitalismo de casino. Por eso es de temer que si lo intentan les salga un artefacto contra natura. Aunque será el tiempo quien ponga finalmente a cada cual en su lugar.
Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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