Los mapas del futuro
El afán de las compañías tecnológicas por personalizar sus servicios y contratar así más publicidad termina por convertirnos en criaturas altamente predecibles, con lo que se limitan artificialmente nuestras opciones
El pasado febrero, en una entrevista en el blog de tecnología TechCrunch, un alto ejecutivo de Google expresaba un punto de vista un tanto filosófico —incluso posmoderno— sobre el futuro de los mapas. “Que tú mires un mapa y que yo mire un mapa, ¿tendrá que seguir siendo lo mismo para ti y para mí? No estoy seguro de eso, porque yo voy a lugares diferentes de los que tú vas…”, dijo Daniel Graf, que es el director de Google Maps para móviles.
Hacia la mitad de mayo, cuando Google anunció la próxima aparición de la nueva versión del buque insignia de su servicio cartográfico, quedó claro que Graf no bromeaba. En el futuro inmediato, los mapas que miremos serán generados de manera dinámica y altamente personalizada, dando un tratamiento preferencial a los lugares frecuentados por nuestros amigos en las redes sociales, a los lugares que mencionamos en nuestros correos electrónicos, a los lugares que buscamos mediante nuestro motor de búsqueda. A la inversa, los lugares que no hemos localizado —o por los que, al menos, no hemos expresado todavía interés alguno en localizar— serán más difíciles de encontrar.
Eso podría parecer liberador y potenciador, lo que, en todo caso, es como Google quiere que veamos este novedad suya. “En el pasado” —se lee en el anuncio hecho por la compañía—, “un mapa era solo un mapa, y el de la ciudad de Nueva York era el mismo tanto si se trataba de buscar el Empire State Building como de localizar el café de la esquina. ¿Qué tal si, en vez de ello, tuvieras un mapa que es único para ti, que se adapta siempre al objetivo que deseas cubrir en el mismo momento en que lo utilizas?”.
Hay algo profundamente conservador en la lógica de Google. En la medida en que la publicidad es el principal sostén de su negocio, la compañía no está realmente interesada en introducir sistemáticamente novedades radicales en nuestras vidas. Para tener éxito con sus anunciadores necesita convencerles de que la visión que tiene de nosotros es precisa y puede generar predicciones sobre adónde es probable que vayamos (o, en este caso, dónde es probable que hagamos clic). El mejor modo de hacerlo es el de convertirnos en criaturas altamente predecibles limitando artificialmente nuestras opciones. Otro modo es el de animarnos a ir a lugares a los que va otra gente como nosotros —que bien pueden ser nuestros amigos en Google+—. En resumen, Google prefiere un mundo en el que sistemáticamente vayamos a tres restaurantes a un mundo en el que nuestras opciones son imposibles de predecir.
No se tiene en cuenta el papel que tiene el caos en la conformación de la experiencia urbana
A primera vista podría parecer que lo que Google está haciendo con los mapas no es muy diferente de lo que ha hecho con los resultados de búsqueda. Estos también se han movido desde lo universal —es decir, todos vieron los mismos resultados de búsqueda— a lo altamente personalizado —es decir, lo que vemos cuando hacemos clic en el botón de búsqueda refleja nuestro previo historial de búsqueda—. La personalización era más fácil de defender en el contexto de búsqueda: si tecleas “pizza” en tu espacio de búsqueda, para Google tiene sentido mostrarte resultados de los restaurantes locales en vez de una relación de otros de todo el mundo. Pero la personalización de mapas lleva esta lógica a su extremo más feo: cuando ahora tecleas en “pizza”, vas a ver los restaurantes que, según Google, es probable que apruebes, y no vas a ver los restaurantes que aún no hayan atravesado tu radar.
A juzgar por los cambios que pretende introducir en los mapas, la incursión de Google en el espacio público podría tener unas drásticas implicaciones. Después de todo no se trata solo de mapas: sus coches sin conductor y sus gafas inteligentes afectarán profundamente al modo en que experimentamos el mundo exterior. El espacio, para Google, es solo un tipo de información más que debe ser organizado de manera que la compañía pueda acercarse al logro de su audaz misión de “organizar toda la información mundial”. Como dijo uno de sus ingenieros cartográficos el pasado año “cualquier cosa que veas en el mundo real necesita estar en nuestra base de datos”.
El problema que tiene la visión de Google es que no reconoce el papel vital que el desorden, el caos y la innovación desempeñan en la conformación de la experiencia urbana. El crítico cultural Richard Sennett escribió ya en 1970 un maravilloso librito, The uses of disorder: Personal identity and city life, a cuya lectura debieran ser invitados todos los ingenieros de Google. En él, Sennett presentaba un sólido argumento en favor de “las ciudades densas, desordenadas y arrolladoras”, donde se siguen codeando forasteros y gentes con muy diferentes orígenes socioeconómicos. La ciudad ideal de Sennett no es una simple aglomeración de guetos y comunidades cerradas que nunca se hablan entre sí; es, más bien, la mutua implicación entre esos componentes —y el ocasional desorden que esa implicación introduce en nuestra vida diaria— lo que hace de ella un lugar interesante para vivir y lo que permite que sus habitantes se conviertan en seres humanos maduros y complejos.
La visión urbana de Google, por otra parte, es la propia de alguien que está tratando de acceder a un centro comercial en un coche sin conductor. Es profundamente utilitaria, incluso de carácter egoísta, con poca o ninguna preocupación por el modo en que se experimenta el espacio público; en el mundo de Google el espacio público es solo algo que está entre tu casa y ese restaurante tan bien calificado al que te mueres por ir. Puesto que nadie califica formalmente el espacio público o lo menciona en sus correos electrónicos, este podría también desaparecer de los altamente personalizados mapas de Google.
La falta de control es el precio que se paga por vivir en esos entornos complejos: las ciudades
Y a juzgar por los vídeos promocionales de Google Glass, hasta podríamos no darnos cuenta de que ha desaparecido: por lo que sabemos, podríamos estar caminando por un desierto urbano y sin embargo Google Glass será capaz de hacer que nos parezca apasionante.
La razón principal de celebrar los mapas que no están personalizados no tiene nada que ver con la tecnofobia o la nostalgia de los días anteriores a Google. En realidad es bastante simple: cuando usted y yo miramos el mismo mapa se da la oportunidad de que entablemos una conversación sobre cómo mejorar el espacio que representa ese mapa. Nuestra experiencia de que lo que era espacio público se esté convirtiendo en algo cada vez más privatizado —primero con los smartphones, luego con los coches sin conductor, luego con Google Glass— y que todo ello se haga en nombre de “organizar la información mundial” debiera preocupar a todo el que se preocupe por el futuro del urbanismo.
Si Google se sale con la suya, nuestro espacio público pronto podría parecerse a los suburbios de California que la compañía llama hogar: bonitos pero aislados, soleados pero dependientes de una infraestructura decrépita, ordenados pero segregados por sus rentas. Lo que Richard Sennett dijo de los suburbanos en The uses of disorder —o sea, que son “gente que teme vivir en un mundo que no puede controlar”— es igualmente cierto para los que optimizan Google. Pero la falta de control es simplemente el precio que tenemos que pagar por vivir en esos entornos complejos, diversos y cosmopolitas a los que llamamos ciudades. Por desgracia, dados sus sucesivos impactos sobre el modo de vida urbano, todavía no hay señales de que Google haya comprendido en qué consista eso, ni cuál sea su objeto.
Evgeny Morozov es profesor visitante en la Universidad de Stanford y profesor en la New America Foundation.
Traducción de Juan Ramón Azaola.
© 2013, New York Times News Service.
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