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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Para recuperar lo perdido

La Monarquía sólo tendrá sentido si encaja en un relato distinto y creíble para la opinión, elaborado y consensuado por actores políticos y sociales en un proyecto renovado de país, sea nacional o multinacional

Javier Moreno Luzón
RAQUEL MARIN

La crisis de la Monarquía y el conflicto nacionalista, dos de nuestros problemas políticos más visibles, están estrechamente relacionados entre sí, aunque pocos hayan reparado en esta conexión hasta el momento. Los monarcas de la Europa contemporánea se han comportado de formas muy diversas, pero todos ellos han tenido que justificar su presencia al frente del Estado mediante su vinculación con la principal fuente moderna de legitimidad: la nación. Así, han procurado aparecer como defensores de sus intereses, herederos de sus glorias y garantes de su independencia, su unidad y su progreso, sintonizar con la opinión pública en torno a algún concepto compartido de comunidad política. Algunas dinastías, las más afortunadas, han logrado asimismo figurar entre los elementos más perdurables del imaginario nacional. El psicólogo social Michael Billig mostró en 1992 cómo la mayoría de los británicos era incapaz de concebir su propio país sin la realeza.

La España del siglo XX no constituye un caso excepcional. Pese a sus peculiaridades, como el viaje de ida y vuelta realizado por una Monarquía que cayó en 1931 empujada por unas elecciones locales y regresó en 1975 con un rey designado por un dictador militar. El primer monarca del siglo, Alfonso XIII, fue también un nacionalista o, como se decía entonces, un regeneracionista. Marcado por la derrota colonial de 1898, humillante para el orgullo patrio, asumió sus poderes dispuesto a salvar a España. Para ello aprovechó las amplias facultades que le otorgaba la Constitución de 1876: no sólo protagonizaba la política exterior y la militar, sino que también ejercía de árbitro entre los partidos, nombraba libremente a los ministros y podía disolver las Cortes para que los gobiernos se fabricasen mayorías a su gusto. El joven Alfonso decía inspirarse en Eduardo VII de Inglaterra, sometido al parlamento, pero se asemejaba más bien al emperador Guillermo II de Alemania, que presumía de marcar el rumbo de su país.

Alfonso XIII se inmiscuyó en las querellas de los partidos y acabó por propugnar una dictadura

El pequeño kaiser español recorrió el territorio nacional y participó en toda clase de actos militares. Como otras monarquías en aquella Europa monárquica, la española ofrecía grandes espectáculos y se arropaba con discursos nacionalistas difundidos por los medios de comunicación de masas. Algunos sectores de la política, la prensa y la sociedad civil construyeron en torno al rey un aura de modernidad y patriotismo. Cada cual proyectaba hacia la corona sus propias expectativas. El recién nacido catalanismo acariciaba la idea de apoyarse en el rey de Castilla y conde de Barcelona —a la manera austro-húngara— para levantar sus propias administraciones. Y hasta la izquierda reformista creyó que iniciaría el tránsito hacia una monarquía parlamentaria a la británica o a la belga.

Pero eso no ocurrió. Desde los años de la Primera Guerra Mundial, que cavó la tumba de muchos tronos, el monarca abrazó la versión derechista del nacionalismo español. Identificó a la nación con la fe católica y, ante las amenazas revolucionarias, se decantó por soluciones antiliberales. La consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús simbolizó en 1919 esta deriva conservadora. Alfonso XIII se inmiscuyó más que nunca en las querellas de los partidos gubernamentales, fragmentados sin remedio, y acabó por propugnar una dictadura. De modo que no le costó mucho esfuerzo respaldar el golpe de estado del general Primo de Rivera en 1923 y encarnar durante su mandato una monarquía confesional, militarista y enemiga de los nacionalismos subestatales. Ya no podría ser “el rey de todos los españoles”, como rezaría su mensaje de despedida, sino que a la imagen de rey político, dedicado a borbonear a unos y otros, sumó la de estandarte de la España reaccionaria. Republicanos y monárquicos liberales le echaron en cara su traición a los deberes constitucionales que había jurado cumplir y consideraron imposible un régimen parlamentario bajo su sombra. Lo pagó con el exilio.

Mientras tanto, las monarquías europeas que habían superado la Gran Guerra se lanzaron por dos vías opuestas: unas, como la italiana o la serbia, eligieron la autoritaria; otras, como las nórdicas o las del Benelux, consolidaron el papel simbólico de los monarcas como figuras nacionales por encima de las pasiones partidistas e inclinadas ante la soberanía popular. La ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial puso a prueba este compromiso, pero los regímenes monárquicos que apostaron por las fórmulas parlamentarias y representativas han sido los únicos con posibilidades de sobrevivir hasta la actualidad. La historia parece darle la razón al escritor inglés Walter Bagehot, que ya en 1867 había advertido que la corona, pieza solemne del edificio constitucional, podía despertar amplios acuerdos si perdía poder efectivo y se situaba al margen de los contenciosos políticos.

Juan Carlos I no repitió los errores de su abuelo y se convirtió en la cabeza de una democracia

Cuando Juan Carlos I llegó al trono, lo hizo con la lección aprendida y no repitió los errores de su abuelo. Estuvo dispuesto a ceder los poderes heredados de Franco y a convertirse no sólo en monarca constitucional sino también en cabeza de una democracia, algo imprescindible para acercar a España a la Europa occidental. Sólo la corona sueca tenía menos atribuciones que la española una vez aprobada la Constitución de 1978. En el camino, el Rey tendió puentes hacia la izquierda, que puso a cambio entre paréntesis sus ideales republicanos. Más aún, cuando en 1981 se vio enfrentado a una situación tan grave como la de 1923, con un sector del ejército en contra del orden constitucional y los demás a la espera de la decisión de su jefe, frenó a los golpistas y defendió las instituciones democráticas. Al estabilizarse el sistema político, sus injerencias en asuntos gubernamentales y partidistas se redujeron al mínimo. En este aspecto, terminó siendo un monarca europeo como los demás.

Por otra parte, el españolismo había quedado muy dañado por los abusos nacional-católicos, así que hubo que buscar otras estrategias. El Monarca entonó mensajes de reconciliación nacional, cuyo emblema podría ser su entrevista en México con la viuda de Manuel Azaña en 1978. En sus constantes viajes dentro y fuera del país, los Reyes transmitían optimismo. Los gobiernos y los medios los presentaban como adalides de una España moderna, acorde con el concepto de nación política plasmado en la Constitución y respetuosa con las identidades culturales de los ciudadanos. El catalanismo puso esperanzas de nuevo en un Rey sensible a sus demandas, abogado de Cataluña en Madrid. Y la figura de Juan Carlos I se adornó con el recuerdo de su iniciativa en la Transición —era el piloto del cambio— y de su labor como guardián de la democracia. Una historia de éxito que culminó con los grandes ceremoniales deportivos e iberoamericanos de 1992, ideados por gobernantes socialistas, y pudo reafirmarse después en las bodas reales. La corona, barata y funcional, apuntalaba la autosatisfacción española y se comparaba con ventaja con su vetusta prima británica.

En los últimos años, esa construcción simbólica se ha deteriorado con rapidez. La casa real, enfangada en escándalos de corrupción, sufre el mismo destino que otras instituciones discutidas en mitad de la crisis económica. Los espectáculos regios ya no son brillantes sino vergonzosos. Y de repente comprobamos algo que ya intuíamos: que el prestigio de la monarquía en España no se debía a su sólida integración en el imaginario nacional sino a la popularidad de Juan Carlos I, a ese juancarlismo que arrasaba en las encuestas y ahora cae en picado. El avance de los independentistas en Cataluña va de la mano de manifestaciones republicanas. Para recuperar lo perdido no bastará con leyes de transparencia y con un juicio imparcial para los royals procesados, por necesarias que sean estas medidas. Naturalmente, una mayor implicación de la corona en los debates públicos sería un paso atrás inadmisible y contraproducente, dada la experiencia histórica europea. Pero la monarquía sólo tendrá sentido si encaja en un relato distinto y creíble para la opinión, elaborado y consensuado por actores políticos y sociales. En el proyecto de una comunidad política renovada, sea esta nacional o multinaciONAL.

Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia del Pensamiento en la Universidad Complutense de Madrid.

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