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Tribuna
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El correo electrónico en la empresa

El Constitucional restringe el derecho del trabajador al secreto de las comunicaciones

La propiedad del ordenador y de la dirección de correo electrónico supone, sin duda, para la empresa la potestad de dirigir y gestionar el uso profesional y personal que del mismo pueda hacer el trabajador vinculado a ella por una relación jurídica laboral o de otro orden. Ahora bien, esta potestad, que es una consecuencia del ejercicio de la libertad de empresa y del derecho de propiedad, no puede ser entendida en términos absolutos. Salvo el derecho a no ser sometido a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes, en el Estado democrático no existen derechos absolutos. Y, por supuesto, tampoco en el ámbito de las relaciones de trabajo.

La empresa no puede ser un ámbito opaco a los derechos fundamentales. En este mismo sentido, de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (entre otras, las sentencias 98 y 186/2000) se deriva un criterio que cabía deducir hasta ahora como consolidado según el cual, el centro de trabajo no podía ser concebido como un ámbito en el que se anule el libre desenvolvimiento de la persona del trabajador. Como consecuencia de ello, el derecho a la intimidad que siempre acompaña a la persona, como así lo recuerda el profesor Javier Mieres, exige abrir y garantizar espacios y tiempos para la vida personal del trabajador, que preserven su dignidad y libertad en el centro de trabajo, dentro de una razonable acomodación con el poder de organización y dirección del empresario. Y no solo del derecho a la intimidad, sino también de otros derechos fundamentales como, por ejemplo, el derecho a la inviolabilidad de las comunicaciones. Porque es evidente que los derechos fundamentales siguen vigentes en el interior de la empresa. Los tiempos del viejo feudalismo industrial hace tiempo que pasaron. O así debería ser.

Sin embargo, de la todavía reciente sentencia 241/2012 del Constitucional, que suscitó un voto particular, se deriva un cambio de criterio especialmente restrictivo para ejercer estos derechos en el centro de trabajo, con motivo del control informático en el uso del correo electrónico como instrumento de comunicación. La recurrente, una teleoperadora especialista, había instalado sin autorización empresarial, el programa Trillian de mensajería instantánea, que permite la comunicación entre dos o más personas mediante sus ordenadores, similar a un sistema de telefonía, quedando archivados en una carpeta del ordenador los textos transmitidos. Más allá de la actitud profesional manifiestamente mejorable de la trabajadora, lo relevante en términos jurídicos es el criterio sentado por el Tribunal sobre el alcance del poder de dirección del empresario sobre los medios de la empresa. Y es aquí donde se incorpora un criterio muy deferente con su potestad de dirección y especialmente restrictivo con el derecho al secreto de las comunicaciones del trabajador.

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La razón es la siguiente: dado que la empresa no había autorizado ni tolerado la instalación de dicho sistema de comunicación ni, por ende, el uso personal del ordenador, carece de relevancia lesiva sobre el derecho fundamental al secreto de las comunicaciones y, en su caso, del derecho a la intimidad, el hecho de que la empresa, una vez conocida la desobediencia de su empleada y la apercibiese por ello, accediese al conocimiento del contenido de los mensajes emitidos y recibidos por la teleoperadora. A este respecto, el Tribunal afirma que para la trabajadora “no podía existir una expectativa razonable de confidencialidad derivada de la utilización del programa instalado, que era de acceso totalmente abierto y además incurría en contravención de la orden empresarial”. Por tanto, la preceptiva autorización empresarial se convierte en el canon empleado para delimitar y condicionar el ejercicio de estos derechos fundamentales en la empresa, lo que conduce a preguntarse si el poder de dirección del empresario puede ser planteado en esos términos. O dicho de otra manera: dicho poder, ¿puede devenir en parámetro para medir el ejercicio legítimo de un derecho fundamental?

El criterio avalado por el Tribunal se compadece mal con el Estado social y democrático de derecho

La respuesta no puede ser otra que negativa, porque la premisa basada en la prohibición empresarial absoluta del uso personal de medios de información y comunicación que ofrecen las nuevas tecnologías conduce a los trabajadores —como precisamente ya había advertido anteriormente el Tribunal Constitucional— a sentirse “constreñidos de realizar cualquier tipo de comentario personal ante el convencimiento de que van a ser escuchados y grabados por la empresa” (STC 98/2000, FJ 9).

En el caso protagonizado por la teleoperadora, la conducta empresarial hubiese sido jurídicamente correcta si una vez comprobado el incumplimiento de la trabajadora, no hubiese accedido al contenido de los correos contenidos en el ordenador. Al hacerlo ejerció un poder omnímodo y, por tanto, desproporcionado, sobre los derechos fundamentales de la trabajadora, que como tal no puede vivir aislada de su entorno personal y social durante la jornada laboral. Ello sin perjuicio, claro está, de que el uso profesional y personal del correo electrónico sea regulado en el ámbito de los convenios colectivos de trabajo. Pero el criterio de la simple autorización empresarial de su uso, al ser avalado por el Tribunal, deja entrever un modelo de relaciones laborales que se compadece muy mal con el Estado social y democrático de derecho.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional. Universidad Pompeu Fabra.

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