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La heredera del mar

El imperio marino de Jacques Cousteau flota en un maremágnum de donaciones gracias a ‘la marca’ de su apellido. La nieta del mítico oceanógrafo francés defiende con su apellido teorías opuestas a las de su abuelo sobre mares españoles

Patricia Ortega Dolz
Alexandra, con su abuelo, el oceanógrafo francés Jacques Cousteau, a los siete años.
Alexandra, con su abuelo, el oceanógrafo francés Jacques Cousteau, a los siete años.

Hay algo que suena a huida en la voz de Alexandra Cousteau. Como si, al hablar, quisiera dejar atrás el apellido que la acompaña desde hace 36 años. Por debajo de todas esas palabras que llegan desde su casa al otro lado del Atlántico —despacio, en español, con acento a veces francés y a veces inglés—, se filtra la voluntad de mostrar, con todos los respetos, que ella puede rachear la ola más profunda del mar, aunque lleve todo el peso y la fuerza del océano. Y dice sin temor cosas como: “Ser Cousteau no significa ir en barco y bucear todos los días. Eso hoy no es realista, es perder el tiempo. Mi misión es conseguir apoyos y subvenciones para preservar el medio acuático”. Y otras como: “Mi abuelo se equivocó. No es demasiado tarde para Cabrera (Baleares). España tiene la oportunidad de poseer el gran Parque Nacional del Mediterráneo”.

Alexandra Cousteau durante una inmersión.
Alexandra Cousteau durante una inmersión.

Su abuelo, Jacques Cousteau (1910-1997), el hombre que le descubrió los secretos del medio marino a la humanidad con sus series y películas documentales (L'Odyssée sous-marine du Commandant Cousteau o Le Monde du silence), estaba convencido de que en ese parque protegido no había mucho que hacer. “Pensaba que el daño sufrido en ese pedazo de mar [poblado de corales rojos, meros y langostas] había sido demasiado, le faltó tecnología para darse cuenta de que había que ampliarlo y España sería líder en protección y en turismo sostenible”, argumenta Alexandra. Y la “princesa sirena”, como la llamaba el mítico capitán del Calypso cuando de niña la paseaba por el acuario de Mónaco, ha venido 27 años más tarde a llevarle la contraria y a negociar con pescadores, consejeros y presidentes regionales baleares.

El apellido Cousteau tiene la profundidad del mar, pesa como un cachalote y lleva la fuerza de un tsunami. Es una marca que sirve para caminar sobre y bajo las aguas. “Alexandra, con su apellido, nos hace de canal y nos permite el acceso a instancias que, de otro modo, ni nos escucharían”, explica una portavoz de la organización internacional Ocena, que hace dos años la contrata como “asesora” a sueldo, aunque no especifica sus condiciones.

Mi abuelo se equivocó. No es demasiado tarde para Cabrera (Baleares) España tiene la oportunidad de poseer el gran Parque Nacional del Mediterráneo"

Pero Cousteau es también un logotipo oxidado por el salitre, las marejadas y las resacas sufridas tras un gran naufragio familiar. Ocurrió el 25 de junio de 1997, el día que murió el comandante francés a los 87 años.

Los restos de aquella pérdida —batallas legales mediante— se desperdigaron a uno y otro lado del continente azul. Se transformaron en los eco-resorts de lujo de las islas Fiji que dirige Jean-Michelle, el hijo mayor del primer matrimonio Cousteau, y en su “proyecto educativo” Ocean Futures Society, fundado en 1999 tras perder ante el juez los derechos sobre el legado paterno.

La Cousteau Society y el Equipe Cousteau —históricas sedes de Nueva York y París— las heredó la que fuera primero amante (y madre de otros dos hijos) y luego segunda esposa, Francine. Hoy, convertida en viuda, es la gestora de los bienes del oceanólogo, incluido el Calypso, que acumula herrumbre en un pantalán de la Bretaña francesa.

Y en la costa californiana, Alexandra creó hace cinco años la fundación Blue Legacy, dedicada a hacer campañas y películas para “visibilizar los puntos críticos del medio acuático del planeta”.

Estado en el que se encontraba el Calyso en noviembre de 2007 en un puerto de la Bretaña francesa.
Estado en el que se encontraba el Calyso en noviembre de 2007 en un puerto de la Bretaña francesa.

Todas, incluidas las actividades acuáticas desarrolladas por otros nietos del capitán, llevan el apellido Cousteau, en la proa o en la popa. El sello de la casa que, unido a la palabra “donate” (donar), es capaz de atraer millones de euros de organismos internacionales como la UNESCO —donde existe un programa específico Unesco-Cousteau— o de entidades locales a lo largo y ancho del globo —el ayuntamiento de San Feliu de Guíxols (Gerona) anunció a bombo y platillo en 2003 una inversión de 12 millones de euros en un parque marino promovido por la viuda del capitán, que finalmente no se hizo “por falta de interés y reproches”, según un miembro de la corporación municipal—. Pero también, como puede verse en sus páginas web, cuentan con donativos de productoras cinematográficas para grabar vídeos submarinos, de empresas medioambientales, de negocios de ropa acuática o de certificados de buceo, de casas de relojes suizos, de fabricantes de motores fueraborda, de actividades de ocio-aventura... Todo un océano de socios y subvenciones.

En ese maremágnum de ayudas públicas y privadas, la reina es Francine que, ataviada con el gorro de lana rojo que fue seña de identidad de su difunto esposo, trata de conseguir los ocho millones de euros que calcula necesarios para convertir el Calypso en un museo itinerante, y los dos millones que supondría que el gobierno francés declarara patrimonio nacional ese antiguo dragaminas de la Royal Navy británica.

Por su parte, Alexandra, que realizó su primera inmersión a los siete años con su abuelo y que cree deberle a las conversaciones que mantuvo con él “la inquietud por conocer las reglas que mueven el mundo”, mantiene su papel de sirenita en ese acuario de donaciones de agua dulce o salada. Puede ser con contratos temporales con Oceana o con National Geografic o asociándose con otras ONG como Pronatura y con gobiernos y empresas privadas locales para realizar documentales que se han visto hasta en el Magic Room de Louis Vuitton en Nueva York, aunque pretendieran sensibilizar sobre la necesidad de restaurar el delta del Río Colorado.

Francine y Alexandra no se dirigen la palabra. El recuerdo que Alexandra tiene de su abuelo no es en un barco, sino en uno de los mejores cafés de París frente a una taza de chocolate o, años más tarde, en la mesa de algún restaurante de Nueva York. Hoy, madre de una niña de 18 meses, cuenta que siempre quiso ser un mamífero marino, “porque son seres que recorren océanos enteros y viven en familia”. Pero asegura que, con tanta sobrepesca y contaminación, ahora se quedaría en medusa: “Son las únicas que tienen el porvenir asegurado”.

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Sobre la firma

Patricia Ortega Dolz
Es reportera de EL PAÍS desde 2001, especializada en Interior (Seguridad, Sucesos y Terrorismo). Ha desarrollado su carrera en este diario en distintas secciones: Local, Nacional, Domingo, o Revista, cultivando principalmente el género del Reportaje, ahora también audiovisual. Ha vivido en Nueva York y Shanghai y es autora de "Madrid en 20 vinos".

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