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Tribuna
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Desde la otra orilla

Las nieblas del Estrecho ocultaban la vista de la península. ¡Apátrida al fin!

A Aline, en mi aniversario

Cuando el pasado otoño me asomé al mirador tangerino de la Hafa descubrí que al otro lado del Estrecho, envuelta en una densa niebla, la península Ibérica había desaparecido del lugar que ocupaba. ¿Se había desprendido del continente, como en La balsa de piedra de Saramago, y navegaba a océano traviesa a mil leguas de la Europa de Bruselas, del BCE y de la Dama de Hierro alemana? ¿Con Portugal, o sin él? ¿Con Catalunya, Euskadi y Galicia, o sin ellos? ¿Hacia qué punto de destino? No lo sabía, pero mi alivio era inmenso.

Lejos, cada vez más lejos, cesaba de ser una carga fatigosa para mí. Atrás quedaban los tótems de patria y nación, de las identidades exclusivas y fijas. Atrás el relato histórico español y los inventados en contraposición a él. Los orígenes edénicos, emociones profundamente arraigadas, manipulaciones interesadas de antiguos triunfos y derrotas, los himnos cantados con voz bronca y la mano en el corazón.

Atrás, muy atrás, la funesta retórica imperial, los agravios seculares, el perdurable victimismo. La ocultación interesada de cuanto no cuadra con el sagrado texto fundacional. La exaltación coreográfica del mito. Una península sin moros ni judíos. La España Una a mamporrazos, Grande en miniatura, la Libre encarcelada: la del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo, del Dos de Mayo, el Movimiento Salvador, la ilusoria Transición democrática. Y sus distintas variaciones sinfónicas: la del aciago 11 de septiembre en el que el Borbón aplastó a Catalunya; la abolición del reino de quienes dicen descender en línea recta de los celtas; la fábula de Amaya o los vascos del siglo octavo y las fantasías idílicas de Sabino Arana.

Sentía la alegría de un ochentón libre de ser un individuo a secas, no el miembro de una tribu

¿Cómo expresar la dicha que me embargaba? ¡Apátrida al fin! ¡Ajeno al redil de los puros: los Auténticos finlandeses, austríacos, holandeses, rumanos! ¡Al imperativo nacional de hungarizar a los gitanos y españolizar a los catalanes! A una distancia salvadora de la neonazi Aurora Dorada que evoca a la crepuscular humareda humana de los quemaderos. De la Europa del Miedo, presta a expulsar de su seno a los extranjeros que vienen a robar el trabajo a los suyos y a aprovecharse de sus prestaciones sociales a costa del erario público. De ese espacio común de los Veintisiete sometido a la ley de los expoliadores y fulleros. De unos Gobiernos sumisos a los mandamientos del cruel dios Mercado y de sus venales agencias de calificación. De unas sociedades en las que la palabra democracia ha sido vaciada de su sustancia. De unos partidos políticos en cuyos programas nadie confía ni cree. De unos dirigentes atentos al provecho de sus insaciables bolsillos y no a las necesidades de quienes ingenuamente les votan. De unos países en los que se premia a los corruptos y se arroja a la calle a millones de ciudadanos en nombre de una intangible austeridad que no afecta a los menos pero hunde en la miseria a los más. Del reino de los desahucios diarios y la represión con balas de caucho –quién sabe si un día con fuego real– de quienes se manifiestan indignados y piden un cambio, pero sin saber cuál.

Sentía la alegría de un ochentón liberado de los grillos que le encadenaban a unos principios de noble fachada a los que se había opuesto sin éxito a lo largo de su vida. Libre de ser un individuo a secas, no el miembro de una tribu. De disentir de la unanimidad castiza y de poner letra a la música consensual del día. Miraba y remiraba la opaca masa de nubes que cubrían el Estrecho y velaban la vista de la otra orilla. Todo cuanto resumía a sus ojos lo tenido por propio —las identidades a prueba de milenios—, se había esfumado de golpe y la balsa de piedra bogaba a gran distancia de un continente en baja irremediable en términos de primacía y peso. No le importaba saber el rumbo. No quería mapas ni cuadernos de bitácora. Le bastaba saber que no estaba allí ni le oprimía con su carga heredohistórica.

Me había ganado a pulso el derecho de ser yo mismo, sin redil alguno. Tantos y tantos esfuerzos de trabajo diario, tantas y tantas páginas escritas, tachadas, rehechas para zafarme de lo que me constreñía. Pensaba en mi ya remota infancia. En la escalada a una edad sin el despreciable arribismo juvenil, espíritu de clan, rivalidad ni fratría. Con la conciencia neta de que todo triunfo aparente se convierte en derrota íntima. ¡Fuera, todo fuera! Desposeído voluntariamente. Con un equipaje cada vez más ligero y la ineludible, pero feliz responsabilidad del destino de mis nietos marrakchís adoptivos. Con el distanciamiento que procura la edad. Cruces y rayas a las etapas de un periplo muerto. A sobrevuelo. Con la insoportable “levedad del ser”. Del bienser, no del bienestar. De asumir el ya breve futuro como mejora moral. ¡Qué discreta felicidad! ¡Qué descanso! Cerré y abrí una vez más los ojos: la bruma seguía venturosamente allí y todo lo borraba.

Juan Goytisolo es escritor

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