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Tribuna
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Necesitamos una reforma constitucional

La Ley Fundamental de 1978 concentró demasiados poderes en el Ejecutivo

Diego López Garrido

Solo un tercio de los españoles de hoy pudimos votar la Constitución. La reforma constitucional en España, salvo dos casos puntuales, está inédita. Se repite así la historia del constitucionalismo español. Tenemos muchas Constituciones. Normalmente contradictorias entre sí. Pero no tenemos reformas.

1) Y eso, aunque ha variado intensamente la naturaleza de nuestra convivencia. En primer lugar, por el cambio en la cultura política de los españoles hacia la exigencia vehemente de una mayor participación en la vida pública. En estos mismos tiempos revueltos lo venimos apreciando. Nunca los ciudadanos se han sentido tan alejados de sus representantes. Y esto tiene que ver con las estrechas estructuras de nuestro sistema político.

Lo anterior ha sido especialmente visible porque la espantosa crisis ha cambiado nuestra vida. La crisis ha traído a los españoles (y a los inmigrantes) el pánico de la destrucción del modelo y de la “deconstrucción” de los derechos sociales. Las políticas monolíticas de austeridad, sin crecimiento, han situado a estos derechos al borde del abismo.

Al mismo tiempo, la dinámica de la Unión Económica y Monetaria, y la reacción de esta ante la crisis, nos han situado en un espacio que los constituyentes no pudieron imaginar.

Necesitamos reducir el dominio de los partidos y facilitar la iniciativa legislativa popular 

La Unión Europea está viviendo un proceso realmente constituyente —a mi juicio— que va a eclosionar en los próximos años; particularmente, después de las elecciones de 2013 en Alemania y de 2014 al Parlamento Europeo. No estamos constitucionalmente preparados para ello.

Hay un elemento más de transformación en nuestro panorama político. El clima centrífugo experimentado por Cataluña representa un síntoma añadido de que el Estado autonómico no va bien. Y de ahí proviene la profunda inestabilidad fiscal y financiera de nuestro país.

Estos procesos de cambio de nuestra historia democrática: la mayoría de edad participativa de los ciudadanos españoles; la crisis y la desestabilización del Estado social; la transformación de Europa en la era de la globalización; y las insuficiencias de fondo del Estado autonómico, no encuentran ya un cauce suficiente en la norma fundamental, tres décadas después de su alumbramiento. Este hecho transcendental necesita una respuesta, y la respuesta no puede ser otra que la reforma de la Constitución de 1978. No una reforma minimalista como la del artículo 13, o una reforma exprés como la del artículo 135, sino una reforma amplia y profunda.

2) Me atrevo a sugerir, para el debate, algunas reformas que creo que nuestra Constitución necesita.

a) Acercamiento del poder democrático a los ciudadanos. En 1978, las nuevas Cortes Generales trataron de revitalizar a los entonces débiles partidos, como vertebradores del sistema democrático. Uno de los resortes fue el sistema electoral, que ha producido mayorías estables y ha permitido la alternancia. Pero ha alejado a los parlamentarios de los electores hasta extremos difícilmente aceptables.

Hay que repensar el sistema electoral. Creo que el mejor es el alemán (distritos uninominales que acercan al diputado y el elector y dan autoridad democrática a aquel y, a la vez, escaños en proporción a los votos obtenidos). El efecto es que el dominio de las direcciones centrales de los partidos desciende, los candidatos se preocupan más de las demandas provenientes de los electores, y el Parlamento (Bundestag) controla verdaderamente al Gobierno. Eso explica, entre otras cosas, el hecho (vergonzoso) de que el Parlamento alemán haya debatido las condiciones del rescate a la banca española, y el Parlamento español no.

La Constitución prevé la Iniciativa Legislativa Popular (ILP), pero exige 500.000 firmas para presentarla. Tampoco la permite en materia de derechos fundamentales. De nuevo, la razón de ello es la fuerte centralidad política que el constituyente quiso dar a los partidos.

Dichas limitaciones no tienen sentido hoy. La Iniciativa Ciudadana, en la Unión Europea, exige solo un millón de firmas dentro de un territorio de 500 millones de habitantes. En España, eso equivaldría a exigir 83.000 firmas.

Hay que romper con la dialéctica de que el Estado recauda y la autonomía gasta

La Constitución de 1978 pretendió crear un poder ejecutivo poderoso. Pero se excedió al prever una invasión de este en el poder legislativo y el poder judicial. La consecuencia de esa vulneración del principio de separación de poderes ha sido la concentración de poder en el Gobierno, en perjuicio del Parlamento.

Ningún ejemplo mejor que lo que ha pasado en esta legislatura. Veintiocho decretos-leyes en un año (!). La mayoría de ellos incumpliendo manifiestamente los requisitos de “extraordinaria y urgente necesidad” que la Constitución exige (artículo 86). Es imposible evitar la arbitrariedad de los Gobiernos al dictar decretos-leyes. Cualquier recurso de inconstitucionalidad se demora en el Tribunal Constitucional demasiado tiempo para que sea políticamente útil.

En algunos países el decreto-ley no existe, por su naturaleza antiparlamentaria. Lo mejor que se puede hacer en España es suprimirlo.

Algo parecido hay que decir de la prerrogativa de gracia, un residuo del absolutismo monárquico y un atentado al Estado de Derecho. Debería desaparecer también de la Constitución.

b) Derechos sociales y sostenibilidad fiscal del Estado social. La Seguridad Social, incluyendo la protección al desempleo (artículo 41 CE), la salud pública (artículo 43), la vivienda digna (artículo 47) y las pensiones a los mayores (artículo 50), están mal situados en la Constitución. Deben pasar a ser verdaderos derechos, no meramente “principios informadores” de la legislación. Deben, en consecuencia, gozar de la mayor protección constitucional.

Pero si queremos disfrutar de derechos sociales tan imprescindibles, entonces hay que crear impuestos que graven más a quienes tengan mayor capacidad económica. De ahí que, una vez que incluido en la Constitución el principio de estabilidad presupuestaria, hay que introducir también el principio de suficiencia del sistema tributario para la sostenibilidad del Estado social. Esta es la reforma fundamental que requiere el artículo 31 CE, así como una apelación contundente al castigo del fraude fiscal.

c) Europa. La Unión Europea, sus valores y principios democráticos, se merecen ocupar un lugar de honor en la Constitución. La Carta de Derechos Fundamentales de los ciudadanos europeos ha de tener rango constitucional. Y la jerarquía superior del derecho europeo ha de ser reconocida.

Con ello, la Constitución española se vincularía al proceso constituyente que Europa tiene que afrontar hacia la democratización y legitimación popular de sus máximas instituciones.

d) El Estado federal. Es la reforma constitucional más difícil. La que más obstáculos para el consenso va a encontrar, empezando por el semántico. Pero absolutamente imprescindible para reequilibrar un Estado cuya estructura de poder territorial ha sufrido enormemente la crisis, porque le falta un soporte jurídico suficientemente trabado y sólido.

Al menos, tres objetivos han de lograrse con la reforma de la Constitución en el ámbito territorial:

—La delimitación y clarificación competencial entre Estado y Comunidades Autónomas (o como se llamen), con solo una lista de atribuciones para el Estado, y el principio de supletoriedad del derecho federal.

—Un diseño detallado del sistema de financiación autonómica en la propia Constitución, basado en la justicia y la solidaridad. Y que rompa con la perversa dialéctica de Estado que recauda y Comunidad Autónoma que gasta. Si se logra, podremos decir entonces que habremos alcanzado un pacto fiscal federal en España.

—Un Senado de representación verdaderamente territorial. Debería elegirse con ocasión de las elecciones a Parlamentos Autonómicos, y con una circunscripción regional, no provincial. La finalidad es que los intereses territoriales afloren y contribuyan a crear la voluntad del Estado federal. Además, el Senado (no el Congreso) debe ser la Cámara que inicie el debate de la legislación con impacto regional y municipal. En esas leyes, el Senado ha de poseer plena capacidad legislativa, equiparándolo al Congreso. Si no fuera así, no habría cambio en su naturaleza parlamentaria.

La reforma constitucional es uno de los instrumentos de cohesión más importantes que existen en las sociedades democráticas avanzadas. España está pidiendo hoy cohesión y solidaridad para afrontar los problemas del presente y el futuro.

Diego López Garrido es diputado socialista en el Congreso y catedrático de Derecho Constitucional.

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