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Tribuna
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Bancos y constituciones

Draghi no quiere que el BCE acabe tan mal como el Banco de San Carlos ni la Unión Europea como ‘La Pepa’

Estamos celebrando este año el segundo centenario de la primera Constitución española. Nadie se ha acordado, sin embargo, de que 30 años antes se había fundado el primer banco estatal español, el Banco Nacional de San Carlos, antecedente del de España. La cifra 230 no es tan redonda como un doble centenario, pero en las circunstancias actuales el Banco de San Carlos bien merece un recuerdo. No es, desde luego, un desconocido, y sobre él escribieron e investigaron desde Mirabeau y otros notables tratadistas, hasta Pedro Tedde de Lorca y Teresa Tortella, autores de monografías recientes y casi definitivas.

Mucho tienen en común la Constitución de 1812 y el Banco de San Carlos, como, por ejemplo, el haber sido a la vez grandes innovaciones y grandes fracasos. Doctores tiene la ciencia política que explicarán mejor que yo por qué fracasó La Pepa, pero hay una pregunta de Marx que resume este enigma: “¿Cómo explicar que esta Constitución (para él admirable) desapareciera como una sombra al entrar en contacto con un Borbón de carne y hueso?”. Su explicación puede resumirse en una sola frase: era demasiado avanzada para la España de la época. La inmensa mayoría de los españoles, que según la Constitución debían ser “justos y benéficos”, en realidad eran analfabetos, por lo que la Carta Magna era para ellos un simple trozo de papel cuyo prestigio no se comparaba al de un rey legítimo, Fernando VII, tantos años Deseado. Lo que este hizo con el papel y con sus autores es bien conocido y le valió el apelativo de Rey Felón. El caso es que 25 años más tarde, los propios liberales redactaron otra constitución más moderada.

¿Qué había ocurrido años antes con esa otra gran innovación, el Banco de San Carlos? Pues, sencillamente, que fue creado para resolver un problema insoluble y también pereció en el intento. Desde la Guerra de Independencia de Estados Unidos, España incurrió en gastos bélicos muy superiores a los ingresos regulares, que incluían no solo los recaudados en la Península, sino también los provenientes de América. Los bloqueos ingleses, además, redujeron las remesas americanas. Un mago de las finanzas, Cabarrús, propuso la solución: primero, emitir deuda pública (los llamados “vales reales”) y, después, crear un banco que comprara esa deuda a quien quisiera desprenderse de ella; se esperaba que fueran pocos, porque pagaba buen interés. Al principio todo fue muy bien: el Gobierno gastaba, el público compraba los vales, el Banco de San Carlos los convertía y la confianza del público mantenía alto su valor. Pero el Gobierno siguió emitiendo vales y el banco se vio en apuros para convertirlos, porque se le acababa la plata; como consecuencia, la cotización de los vales cayó, todos los poseedores acudieron al banco a convertirlos y este se quedó sin metal. Ya nadie quería los vales; el Gobierno se vio privado de esa fuente de ingresos e incapaz de pagar sus deudas. El problema de la deuda española se arrastró durante decenios. Hasta medio siglo más tarde no hizo el Gobierno español un intento serio de poner en orden su Hacienda confeccionando presupuestos de gastos e ingresos anuales.

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Mario Draghi se muestra cauteloso, quiere reformas más profundas y duraderas

¿Tiene esta vieja historia algún parecido con la situación presente? Veamos. Tenemos un país gravemente endeudado, con unos “vales reales” que se deprecian peligrosamente (eso significa la subida de la “prima de riesgo”) y no vemos más solución que un banco que nos los compre y nos saque del apuro. Pero nuestro Banco de San Carlos, hoy Banco de España, no puede hacerlo, porque ya no es instituto emisor de dinero: ese es el papel del Banco Central Europeo, estatutariamente independiente, donde otras instancias y Gobiernos tienen más influencia que el nuestro.

Estamos como estaba Carlos IV cuando el Banco de San Carlos se quedó sin plata. El gran error de aquel Rey, no famoso precisamente por su astucia, fue no ajustar los ingresos a los gastos; sus ministros lo intentaron, pero aquella corte no era un prodigio de organización: basta visitar las salas de Goya en el Museo del Prado para advertirlo.

No vamos a comparar a nuestro Gobierno actual con la corte de Carlos IV; hoy se está haciendo un esfuerzo serio por recortar el gasto y, sobre todo, por subir los impuestos. El esfuerzo puede ser serio, pero, ¿es radical? La democracia tiende a producir déficits, porque el ciudadano quiere más gasto público y menos impuestos: así vota, y los políticos lo saben. ¿Qué contrapesos estamos introduciendo nosotros para contrarrestar esta tendencia? Cuando Rosa Díez propuso en las Cortes algunas soluciones radicales contra esta deriva deficitaria, el presidente respondió con muy malos modos y, lo que es peor, con una ausencia total de argumentos.

En estas condiciones, se comprende perfectamente que Mario Draghi se mostrara cauteloso el pasado día 2, pensando que no basta con apretar las tuercas a los ciudadanos para que él abra la Bolsa. Quiere ver reformas más profundas y duraderas. No quiere que el Banco Central Europeo acabe como el Banco de San Carlos ni la Unión Europea como la Constitución de Cádiz.

Gabriel Tortella es profesor emérito de la Universidad de Alcalá. Entre muchos otros libros, es autor, con Clara Eugenia Núñez, de Para comprender la crisis.

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