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África No es un paísÁfrica No es un país
Coordinado por Lola Huete Machado

Siguiendo el Níger (V): un barco entre los arrozales de Azawad

Autor invitado: Ginés Casanova Baixauli (*)

Ver anteriores entradas de la serie. Uno, dos, tres y cuatro.

La barcaza en la que viajábamos hizo un alto para la oración, que llegada la hora paraliza incluso al río. Cuando los hombres empezaron a embarcar, la piragua continuó su rutina diaria, dibujando el borde derecho del Níger y tomándose el tiempo necesario para evitar cada pequeña penetración de la tierra sobre la gran masa de agua. Los enormes arrozales en la ribera, como casi toda la vega en la zona de Malí, lucían verdes en esa fecha, pero a juzgar por la altura de las espigas no quedaba tanto para que el arroz cambiara de color y se confundiera, en amarillo, con el propio desierto.

Después de Tombuctú y de un giro inesperado en Hombori hacia el País Dogón, me encontraba exhausto de actividad turística. La necesidad de volver a lugares más anónimos y, curiosamente, de viajar solo había ido creciendo cada día.

El Níger a su paso por Gao. Foto Pilotcirwin

Con apenas unas horas de camino hacia el este de Malí, las cosas recuperaron cierto orden. Gao, uno de los tres grandes centros de la región de Azawad, junto a Kidal y Tombuctú, era ya una ciudad más ocupada en sus propios asuntos que en atender a los visitantes. Más al sur, el río enmudecía en la boca de los viajeros y turistas a los que pude preguntar. Nadie tenía la intención de viajar en esa dirección.

No pasé más que algunas horas en Gao. El autobús que me trajo desde Douentza llegó a las 3 de la madrugada. Desorientado como estaba en la ciudad, no vi muy posible encontrar alojamiento y busqué una esquina donde pasar el resto de la noche en compañía de los mosquitos. Tenía planes de primera para cuando llegara el amanecer: pedirme la tortilla de cada mañana, comprarme una sandia, meterme de cabeza en la canoa.

Ya de día, localicé el barco que salía aquella mañana y pedí a los muchachos que trajinaban con la carga que me avisaran tan pronto como vieran el dueño. Cuando llegó, Musa vino a saludarme. Nos dimos la mano un momento. Seguí leyendo mientras él empezó a dar ordenes a todos para acelerar la partida, y cuando vi la oportunidad, le pregunté donde podía poner mi mochila. Negociamos un precio y me eché a dormir un rato en los bancos de la canoa (sombra, fresco, espacio) antes de que se nos hiciera la hora de zarpar.

A las 10 ya bajábamos el río en dirección a Asongo, donde sería fácil encontrar otra piragua que cruzara la frontera de Níger por Ayerou. De nuevo, como me había pasado varias veces en el viaje, no llevaba mucho dinero, pero los precios habían vuelto a caer en picado lejos de las atracciones turísticas y los 40.000 CFA que llevaba encima (unos 60 euros) debían bastarme para los siguientes días. Podría llegar a Niamey y reponer la cartera. El Sáhara iba quedando atrás y el viaje retomaba de nuevo un signo tropical que aún tardaría lo suyo en hacerse notar.

Fotografía de Peterbennett

Parte del pasaje se entretuvo esa mañana observando las cosas con las que cada día yo dejaba correr el tiempo: trastear el mapa, escribir en el cuaderno, observar con unos pequeños binoculares la orilla opuesta... pero nada llamaba tanto su atención como verme hacer cosas totalmente normales, desde aceptar el té que preparaban los muchachos y quitarme los zapatos, a recorrer los bordes de la canoa o echarme a dormir sobre los sacos de arroz. Cuando Musa me invitó a comer con los mayores del pasaje, llegamos al cenit de la excitación: una señora que observaba con detalle cómo yo cogía la comida con las manos acabó por lanzarme el clásico “c’est bon?” (“¿está bueno?”) que cada día alguien acababa por preguntarme a la hora del almuerzo. Yo le respondí “oui, c’est bon” (“sí, está bueno”) y ella estalló en carcajadas. Me gustó comer con ellos: después de prestarle mis prismáticos al patrón, me había convertido en poco menos que un invitado de honor, con derecho a almorzar en la mesa de este árido capitán Stuvin o a subir al “puente de mando”. La hospitalidad africana había recobrado toda su validez para este forastero.

Las horas pasaban lentamente abordo. Parábamos en cada pueblo a dejar mercancías o a recoger gente, aunque el barco estaba cada vez mas vacío. El motor sonaba con regularidad, sin novedades, y el sol nos dio tregua en una tarde de aire fresco. Bien pensado, había conocido carreteras por las que 100 km se recorrían en tanto o mas tiempo que en el río y allí, además, podía dormir, escribir, o dejar pasar el tiempo sin riesgo a que se me aplastase una vertebra en un bache de esos que te cogen por sorpresa. El barco de Musa era, por el momento, el mejor medio de transporte para mi travesía por África occidental.

A la hora a la que el sol se despide, me subí al techo de la piragua. Musa me ofreció compartir su estera. Una abuela con sus dos nietos y yo éramos los únicos pasajeros que quedaban. Como en el amanecer, el Níger reflejaba a su manera el fin del día: una infinitud de pértigas agarradas a hombres flotantes se desplazaban entre hierbas que, suspendidas en el agua, se esparcían más de un kilometro hasta encontrar la otra orilla;dentro del río se ondulaban el sol, las nubes, una luna incipiente; los aceites de motor hacían de la superficie del Níger una sábana de plástico bajo la que, tal vez, alguien cultivara fresas africanas.

En el techo, acabamos con un par de bolsitas de cacahuetes que le compré a una petiteen el ultimo pueblo. Musa se ponía de pie para indicar las maniobras de atraque en cada muelle. Lo hacía orgulloso de su barco, ejerciendo su mando sin esfuerzo. A ratos, guardaba silencio y observaba el río con ojos que yo intuía también en mi: como si el Níger no hubiera terminado de hablarle en tantos años. Hablamos de su familia, que vivía en Segóu; de lo lejos que estaba de ellos. Él no era el “grand frere” (el hermano mayor) y por eso -me decía- podía dedicarse a viajar por el río. También vivían sus padres. Mostraba tristeza en sus respuestas porque, por su trabajo, apenas los podía visitar. La familia es un tema de conversación que siempre agrada: interesarse por todos ellos, lamentar muertes, celebrar la prolijidad, animar en las dificultades y reconocer, con cierto fatum local, como el que habla del calor en Écija, que “c’est pas facil” (la vida no es fácil) o que “c’est dure à l’Afrique” (la vida es dura en África)... citar después la otra bondad del continente: su tamaño, su belleza, su hospitalidad...

Disculpándose por interrumpir la conversación, el patrón se levantó. Sus ropas azul añil ondeaban majestuosamente en la penumbra. Su turbante, en cambio, no se movía. Sus manos, de una piel negra que me recordaba a la de los ancianos venerables, hacían gestos a los muchachos. Suavemente, cambiamos de rumbo; el motor se apagó. Mientras nos deslizábamos en silencio hacia otra aldea, Musa se giró y me dijo: “dormiremos aquí.”

(*) Ginés Casanova Baixauli (Sevilla, 1981) viajó en 2007 por varios países de África occidental, después de tener un intenso contacto con la comunidad africana de Sevilla en los años anteriores. La travesía, algo más de 7000 km., pasaba por Sierra Leona, Guinea Conakry, Malí, Níger y Nigeria, y encontró su mejor argumento en las peripecias de los exploradores y geógrafos que en el s. XIX arriesgaron (y perdieron) sus vidas en curso del río Níger.

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Lamentablemente ahora mismo ningún europeo puede viajar a esa zona sin riesgo de ser secuestrado o asesinado.
Lamentablemente ahora mismo ningún europeo puede viajar a esa zona sin riesgo de ser secuestrado o asesinado.

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