Elogio de una plaza de Sevilla
Cada vez que llega la primavera me entran unas irrefrenables ganas de volver a Sevilla. La vida en Sevilla emerge de dos medidas absolutas: la luz y los espacios urbanos. Una luz espesa que modela cada pequeño detalle y un alboroto de callejones y plazuelas tan desquiciado que hace tremendamente inútil establecer guías o pautas de comportamiento para cualquier visita lógica.
Los perfiles de Sevilla son como su carácter: ilógicamente bellos; la ciudad entera está contenida en su ombligo, en esas plazas que tienen algo de patio claustral, de retiro espiritual, quizá porque muchas provienen de huertos expropiados a la Iglesia con la desamortización de Mendizabal, quizá porque el duende de la ciudad es enemigo de desmesuras y envuelve sus posesiones en el toque de coquetería de una pared encalada o un revoco color siena.
De Sevilla sorprende al visitante la ausencia de una plaza Mayor, al estilo de otras ciudades, sobre la que se vertebra la vida social. Podría servir la plaza Nueva, pero ésta es más lugar de paso que de asueto. Las plazas más queridas por los sevillanos son pequeñas, íntimas, breves burbujas de aire en el axfisiante entramado medieval que reflejan ese egocentrismo espiritual hispalense, ese vivir hacia dentro, por y para Sevilla.
Las hay de reminiscencias gremiales (del Pan, de losCurtidores, de la Cerrajería), dedicadas a santos (San Francisco, San Lorenzo, San Leandrol), que asemejan un decorado de película costumbrista (la de Doña Elvira, la de Santa Cruz), hechas a propósito para paladear las calurosas noches del verano hispalense (la de Los Terceros o la del Salvador), o que sirven de aliviadero dominical a la presión urbana, como la hermosa semicircunferencia de la plaza de Españao la plaza de San Francisco, epicentro urbano que da paso a la calle Sierpes, por la que el sevillano transita a diario simplemente para saludar y ser saludado, excepto en Semana Santa, cuando no duda en rascarse el bolsillo para conseguir, cueste lo que cueste, un balcón que dé a esa angosta calle y ver pasar desde allí a la Macarena o al Cristo de la Buena Muerte camino del escenario plateresco del Ayuntamiento, mientras el incienso de los naranjos perfuma la noche sevillana.
La Sevilla que a mi me gusta y que recuerdo de los años de juventud allí pasados es la Sevilla de plazas recogidas en el ensimismamiento de unos tiestos de geranios y albahaca, plazas que tienen más de patio de vecindad que de tráfago urbano. El teatrillo de callejas y azoteas por las que Luis Vélez de Guevara hacía danzar a los personajes de El diablo cojuelo.
Servirían de ejemplo la plaza de Santa Marta, rincón encantador junto al ábside de la catedral; la de los Venerables y la de losRefinadores, presidida por la estatua de don Juan Tenorio, ambas en la vieja judería de Santa Cruz; o la de San Ildefonso, a cuyas apacibles aceras se asoma el torno del convento de San Leandro, ventana mágica desde la que se expide ese hito de la repostería conventual sevillana que son la yemas de San Leandro. Cerca queda la plaza de la Alfalfa, antigua ágora romana que también fue alcaicería islámica y, más tarde, mercado medieval, carnicería mayor de la Sevilla barroca y feudo del gremio de los esparteros a partir del siglo XIX.
Recintos urbanos de naranjos y palmeras, de caña de lomo y manzanilla, de bares con estampas de la Virgen que huelen a café con leche y gloria bendita.
Miguel Hernández llamó a Sevilla la “ciudad del río”. Del río Guadalquivir. Una urbe de luz afable incluso cuando es cegadora, perezosa y vibrante, crecida a la vera de ese río caudaloso que nace muy lejos pero que es solo aquí, al lamer el albero de sus plazas, se convierte de verdad en el “río grande”.
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