Perder la casa y el futuro
La reforma financiera no debe consistir solo en sanear balances, sino en que los bancos se adapten y respondan a las situaciones de dificultad de los particulares
Juan y Marta acaban de ser desahuciados de la que era su casa. La compraron en 2004 por 240.000 euros —con IVA y gastos—, con una hipoteca de 180.000 euros. Durante cinco años pagaron una cuota mensual de algo menos de 1.000 euros, hasta que en 2009 Juan perdió el trabajo. Empezaron a ingresar cantidades inferiores todos los meses, pero el banco pidió la devolución de todo el préstamo y casi dos años después se ha adjudicado la vivienda por 120.000 euros. Además, les reclama casi 100.000 euros más por la parte no pagada, intereses y gastos. Como tienen embargadas las cuentas y Marta parte de su sueldo, intentan buscar trabajos adicionales que puedan cobrar en negro. Lo peor de este caso no es que sea real, sino que es un supuesto típico (en importes y plazos) de los cerca de nueve millones de hipotecas de viviendas que se constituyeron en España entre 2000 y 2008. Si tenemos en cuenta que el paro ronda el 23%, y que el 40% del mismo es de larga duración, en breve muchos cientos de miles de familias se pueden encontrar en esta situación de grave riesgo de exclusión social —como la califica el reciente informe de la Defensora del Pueblo—.
Esto abriría un nuevo agujero en los balances de los bancos, y sobre todo significaría la quiebra de la paz social. La gravedad del problema se ha reflejado ya en la calle, con la oposición a los desahucios, y en algunas sentencias judiciales. El gobierno anterior introdujo mejoras en el decreto ley de 1 de julio de 2011, pero es evidente que hay que tomar otras medidas en relación con las hipotecas sobre la vivienda habitual.
La primera es favorecer que se renegocie la deuda, y para ello informar mejor al deudor y evitar la mala práctica bancaria de esperar al impago para buscar soluciones, ya que en ese momento empiezan a correr los elevadísimos intereses de demora. La reforma financiera no debe consistir solo en sanear balances, sino en que los bancos adapten sus procesos y estructuras, y respondan de manera rápida y razonable a las situaciones de dificultad de los particulares, lo que debe ser regulado y controlado. Creo, sin embargo, que se debería ir más lejos: la ley podría establecer un derecho de los particulares a solicitar un plazo de hasta tres años de carencia de capital, que se acumularía al final del préstamo, lo que daría a muchos el tiempo suficiente para recuperar el trabajo o vender la vivienda.
El escándalo mayor lo produce que el banco se adjudique el piso por un valor muy inferior al que él mismo lo tasó al constituir la hipoteca
En muchos casos, el simple aplazamiento no será suficiente, por lo que hay que buscar otras soluciones que permitan al deudor permanecer en la vivienda. Se ha propuesto que el deudor otorgue una opción de compra al banco a cambio de una reducción de la deuda, o que se quede como arrendatario con opción de compra, o la cesión del dominio directo al banco. Para que estas soluciones sean viables, se debe reducir su coste fiscal, y dictar normas que reduzcan la obligación de los bancos de provisionar si el particular sigue en la vivienda, pagando parte de la cuota o un alquiler. Esto tiene sentido social pero también económico, pues ese activo no es improductivo —a diferencia de la vivienda adquirida de promotores que lleva años lastrando los balances—. Cuando esto no sea posible, hay que tratar de evitar que se llegue a la ejecución de la hipoteca y favorecer la dación en pago del particular, reduciendo también el alto coste fiscal que ahora tiene para el deudor y el banco.
Hay que reformar urgentemente los procedimientos de ejecución de hipoteca, que son ineficientes e injustos. El escándalo mayor lo produce que el banco se adjudique por un valor muy inferior a aquel en el que él mismo lo tasó al constituir la hipoteca. El decreto ley citado introdujo una mejora, pero no impide todos los abusos. El deudor debe poder pedir al juzgado una nueva tasación durante el procedimiento para que no se adjudique al banco por un valor inferior a la misma, y también se debe permitir que lo venda por ese valor —o más—, evitando así la subasta. Finalmente, para que en las subastas se pueda obtener un verdadero precio de mercado, hay que dar acceso a las mismas a los particulares. Para ello se tiene que ofrecer una publicidad completa en internet, y permitir a las personas físicas que vayan a destinarla a vivienda habitual subrogarse en parte de la hipoteca que grava la vivienda, sin necesidad de consentimiento del banco. Hay que agilizar el procedimiento, pues aunque en teoría es sumario, dura casi dos años de media, lo que perjudica tanto al banco como al deudor. Para ello habrá que promover la subasta extrajudicial, pero cuidando de que la misma tenga al menos la misma publicidad y garantías que la judicial. Y hay que establecer un límite legal a los intereses de demora, que los tribunales han calificado en muchos casos de abusivos o usurarios.
Por último, hay que evitar que los deudores pierdan además de su vivienda, su futuro, al quedar con una deuda que no van a poder pagar nunca y que es equivalente a una cadena perpetua económica. No se trata solo —como decía Lorca— de estar de parte “de los que no tienen nada, y hasta la tranquilidad de la nada se les niega”, sino de evitar una exclusión que es un grave perjuicio para toda la economía. Para ello hay que reformar la ley concursal, de manera que el juez, una vez realizado el patrimonio del deudor, y apreciando su buena fe, pueda determinar que no cabe ya reclamar la deuda con cargo a los bienes futuros.
Si la exigencia de responsabilidad es ilimitada e inflexible para los particulares, difícilmente se va a salir de la crisis
Las medidas propuestas persiguen la eficiencia, pero no solo eso. Todos sabemos que quedan años difíciles que van a exigir sacrificios. Pero si las ayudas y las normas sobre refinanciaciones y provisiones son solo para los bancos, si la exigencia de responsabilidad es ilimitada e inflexible para los particulares e inexistente para las entidades financieras y sus gestores, difícilmente se va a conseguir el esfuerzo colectivo que hace falta para salir de la crisis. No hay mayor riesgo sistémico que la pérdida de confianza en el sistema, y a la larga, nada más ineficiente que la injusticia.
Segismundo Álvarez Royo-Villanova es jurista.
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