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Reportaje:DIOSES Y MONSTRUOS

Y el cine y la música se casaron

Creo recordar que el lema publicitario de la admirable discocráfica ECM era: "El sonido más bello después del silencio". Y aunque resulte cursi y obvio es difícilmente contestable la certidumbre de que el complemento sonoro del amor es la música. Viendo The artist constatas con gozo que cuando el cine no había aprendido a utilizar el sonido los pianos o las orquestas ilustraban o subrayaban en directo desde la sala lo que estaba ocurriendo en la pantalla. Por mi parte, siempre he recurrido a la música para que expresara, tradujera, exaltara, aclarara lo que le estaba ocurriendo a mis sentimientos.

Pero si busco algunos de los momentos en la historia del cine que inapelablemente me despiertan emoción o la renuevan descubro que los acompaña la música. Hace tiempo que no reviso la obra de Robert Bresson, aquel director inimitable que aseguraba sin arrogancia que él hacía cinematógrafo mientras que el resto de sus colegas vivos o muertos hacían teatro filmado, pero entre otras cosas asocio sus películas no ya a la inexpresividad y la desdramatización que les exigía a sus actores y actrices sino también a la ausencia de música, a ningún ornamento adornando o manipulando lo que pretendía contar. Es probable que en alguna secuencia de la maravillosa Un condenado a muerte se ha escapado sonara Bach, pero dudo que suene ninguna música en esa impresionante secuencia final en la que el protagonista y el chaval que le acompaña saltan el último muro de la cárcel y se pierden en la noche. Tampoco existe en el epílogo de otra obra maestra titulada Picpocket, cuando el encarcelado carterista y la mujer que ama tocan por primera vez sus manos, mientras que el primero afirma: "Qué camino tan extraño tuvimos que recorrer para llegar a encontrarnos". O igual me estoy imaginando esa confesión tan lírica, ya que los parlamentos de los personajes de Bresson nunca son tan explícitos ni tan poéticos.

Tal vez haya escuchado esa confesión en los desenlaces de la atractiva American gigoló y de la extraordinaria aunque infravalorada Posibilidad de escape, ambas dirigidas por Paul Schrader, ese hombre que sabe tanto de infiernos y de redenciones, y que homenajeó legítimamente a Picpocket en los finales y en el espíritu de esas dos perturbadoras y aromáticas flores del cine norteamericano. Y tampoco hay una sola nota musical en las nueve horas y veinte minutos de metraje de Shoah, el documento, testimonio, indagación, reflexión, reconstrucción y notaría del Holocausto más escalofriante que se ha filmado jamás.

Lo anterior son gloriosas excepciones. Estoy convencido también de que si Murnau hubiera trabajado en el cine sonoro haría poemas conmovedores sin necesidad de ilustrar con música sus imágenes.

Y, por supuesto, hay un millón de películas que me han hecho feliz y en las que el recuerdo de la retina va inevitablemente asociado a esa música que guardan celosamente mis oídos. Oyendo las genialidades sonoras que compuso un tal Bernard Hermann para determinadas películas, pero especialmente para Alfred Hitchcock, logrando en Psicosis que durante quince minutos en los que no se pronuncia una palabra estemos sobrecogidos, viendo el rostro de Janet Leigh intentando huir después de haber cometido el robo hasta llegar a ese motel solitario que regenta Norman Bates y acompañando su angustia con una música obsesionante. O el perdido y necrófilo James Stewart en Vértigo paseando su desolación por San Francisco. O Cary Grant intentando descubrir por qué le quiere atrapar o matar todo el mundo en Con la muerte en los talones. Hay melómanos a los que se les abre la boca de pasmo admirativo cuando hablan de la música que creó Stravinski. Con razón. Pero, con todo mi respeto, yo me quedo con Hermann. Escribir partituras para el cine no es el camino adecuado para que tu nombre figure con letra de oro en los diccionarios de música clásica. Scorsese, que lo sabe todo del rock, tuvo la inmensa suerte de que Herman accediera a componer su última e impresionante banda sonora en Taxi driver. La soledad y la paranoia de Travis Bickle, la noche más amenazante de Nueva York, la lava en erupción de un cerebro y un corazón enfermos, está descrita con genialidad por esa música.

Los talones irresistibles de los productores, o el capricho, o la necesidad, o la obstinación de algunos directores, consiguieron que dioses del jazz, o de la gran música a secas, alquilaran su sensibilidad y su genio a determinadas películas. Ascensor para el cadalso es una intriga más que correcta, pero la banda sonora que le regaló la trompeta de Miles Davis mantendrá eternamente su condición de obra de arte. En Anatomía de un asesinato el talento de Preminger estaba a la altura, o incluso superaba, la impagable música del rey Duke Ellington. Este, incluso, era tan generoso que en una secuencia invitaba a James Stewart a que tocara a cuatro manos el piano con él. Sonny Rollins también prestó su potente saxo para ambientar las seducciones del cockney Alfie. Quincy Jones y Herbie Hancock han trabajado con éxito más de una vez para el cine. Y el sonido volcánico, el romanticismo desesperado. El grito sensual del saxo de Gato Barbieri logró algo tan maravilloso como trágico en Último tango en París. No podría definir como jazz la música que hace Tom Waits, aunque a ratos lo bordea. Su música y sus canciones en Corazonada serían una de las tres o cuatro bandas sonoras que me llevaría a una isla desierta.

Nadie duda del fértil talento, la capacidad dramática y la heterodoxia de compositores que asociamos al gran Hollywood en blanco y negro, como Max Steiner y Alfred Newman. Pero mi preferido de esa época es Miklos Rozsa. Oyendo la versión restaurada de Ben-Hur que acaba de aparecer en Blue-Ray te impresiona lo que inventó Rozsa. Y siempre se me saltan las lágrimas al escuchar sus violines en La vida privada de Sherlock Holmes. Y llegan los años sesenta con una nómina impresionante de compositores al servicio del cine: Henry Mancini, Maurice Jarre, George Delerue, Nino Rota, Jerry Fielding, John Barry, John Williams. No incluyo a Ennio Morricone. De acuerdo, es precioso lo que hizo para Novecento, La misión, Los Intocables, Érase una vez en América, pero eso no me hace olvidar que fue el venerado padre musical del infame spaghetti western.

Que yo sepa, Zbigniew Preisner solo trabajó para Kieslowski, pero eso le sobra para ocupar un lugar de honor en la música cinematográfica. Y no me olvido de cómo ilustró Dave Grusin el amor imposible de Jeff Bridges y Michellle Pfeiffer en Los fabulosos Baker Boys. O el misterio y la inquietud que se desprende de las partituras del gran Jerry Goldsmith en el mejor cine de terror. Ni de la brillante aportación de Thomas Newman al cine de Sam Mendes, o de James Horner al de James Cameron, o de Hans Zimmer al de Christopher Nolan. Ni del magnífico Alberto Iglesias, algo constatable en El topo. Pero el compositor actual que me tiene irremediablemente enamorado se llama Alexandre Desplat. Comprueben la lógica de mi certidumbre en las últimas películas de Polanski, o en ese poema hecho cine que se titula El árbol de la vida.

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