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Columna
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La Reina

He sentido siempre un hechizo, plebeyo y republicano, por las portadas de la realeza en el ¡Hola!. Como periodista, me quito el sombrero. Hubo un tiempo en que se vaticinó la pronta desaparición de la prensa local, dando por supuesto que sería arrollada por los titanes mediáticos. En una encuesta europea, solo apareció una opinión discrepante, la de Álvaro Cunqueiro: "El Faro de Vigo, con las esquelas en popa, es un barco que jamás se hundirá". Ahora vivimos el periodismo otra vez como hamletos, entre el ser y el no ser, náufragos en la incertidumbre de lo visible y lo invisible, poniéndole data de defunción a los medios impresos. Lo que unos profetizan con naturalidad, yo lo vivo como tragedia, lo confieso. Sin el contacto textil de la prensa, las mañanas vendrán amputadas. Pero parece claro que el ¡Hola!, con sus portadas en proa, es uno de esos barcos que jamás se hundirán. Suelen ser imágenes de cuento feliz, de bellezas inmarchitables, y de fortunas afortunadas. La mirada popular es muy semiótica, y sabe que siempre el derecho tiene un revés. Hay ocasiones excepcionales en que la portada de un retrato de familia se convierte en un auténtico asunto de Estado. Y eso es lo que está sucediendo con la imagen de doña Sofía en compañía de su hija, la infanta Cristina, y el yerno Urdangarin, investigados en una presunta malversación de caudales públicos. En medio del escándalo, esa foto de la Reina, no hurtada, sino buscada, es de un gran compromiso. Por lo que uno percibe, desde la peluquería a la radio, se va resquebrajando el tabú de la Monarquía en España. Ya era hora. El tabú, en cuanto blinda como intocable un poder, es una forma de enfermedad colectiva. Pero, volviendo a la foto, oigo en la frutería una conversación de matiz shakespeariano. Como Reina, no. Como madre, está en su sitio.

No sé.

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