Eau sauvage
Narrativa. Su primera novela, Mi abuelo, Valérie Mréjen podía haberla titulado Mi padre, puesto que hay tantas apariciones de su padre, por el que siente debilidad, como de su madre o de su antipático abuelo materno en ese álbum de familia confeccionado según las instrucciones de uso que dio Perec en Me acuerdo. Pero lo que en el libro de Perec eran fotografías de época, en el de Mréjen eran escenas domésticas. La cámara de vídeo había suplantado a la de fotos en el registro del léxico familiar y Mréjen, más atenta a los rincones de la memoria, renunciaba a la reconstrucción de una educación sentimental en clave de retrato generacional. En Mi abuelo ya se mostraban las obsesivas preocupaciones del padre: que sus hijos vistieran y comieran bien, eligieran bien a sus parejas y que resolvieran sus problemas de comunicación. En Eau sauvage es ese padre, tan maternalista, el que se dirige directa, reiterativa, casi recitativamente a su hija para decirle eso mismo: que viste como si fuera de carnaval, que no come nada, que necesita un hombre con la cabeza sobre los hombros y que es su obligación ayudarle a ella y a sus hermanos, pero que para eso necesita que le cuenten las cosas. Eau sauvage está montada como un documental. Únicamente se oye la voz del padre. Un hombre solo que no quiere que su hija se dé cuenta de lo perdido que se encuentra. Aunque su padre creyese que ni siquiera le escuchaba, ella, la lechuza, estaba registrando sus palabras para seguir oyendo su voz, y tocando su cara y oliendo su perfume, cuando ya no pudiera oírlo.
Eau sauvage
Valérie Mréjen
Traducción de Sonia Hernández Ortega
Periférica. Cáceres, 2011
96 páginas. 15,50 euros
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