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Columna
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Escobares

Carlos Boyero

Habían nacido en Colombia y tenían el mismo apellido: Escobar. Uno se llamaba Andrés, era jugador de futbol, pero esa profesión no venía impuesta por la huida del lumpen, por el sueño del niño pobre de encontrar un lugar en el sol. Oyendo el testimonio de su familia, de su mujer, de él mismo, deduces que su origen y su ambiente eran burgueses. No sé si ilustrados. El otro se llamaba Pablo. Era un fulano hecho a sí mismo. Esa autorrealización incluía el desprecio absoluto por la vida ajena, ofrecerse a pagar la deuda exterior de su país si anulaban su extradición, que los infinitos parias le consideraran su Robin Hood, convertirse en uno de los hombres más ricos del mundo alimentando de cocaína la insaciable demanda de EE UU y Europa, considerar el asesinato selectivo y masivo como parte fundamental de su trabajo.

Pablo Escobar ama el fútbol. Los jefes de los carteles rivales también. Por diversión, pueden jugarse entre ellos millones de dólares apostando en un partido entre niños. Los narcos deciden que es inaplazable recuperar el orgullo colectivo creando una selección potente. Su dinero lo consigue. Los paramilitares, el ejército, los narcos y las FARC firman treguas los días que juega Colombia. Ese fútbol que antes era subdesarrollado ahora deslumbra. Se clasifica para el Mundial de EE UU. Los carteles apuestan a lo grande. Y llega el desastre. La pierna del recio y honrado defensa Andrés Escobar comete un error tan humano como fatídico. Mete gol en su portería. Se sabe que los narcos se han cargado a árbitros indóciles. Al regresar a Colombia, el entrenador Maturana y los jugadores intuyen que les espera algo peor que la decepción nacional. No están paranoicos. Días más tarde, alguien destroza a balazos a Andrés Escobar. No está claro si le ejecutó el cartel de Cali o el de Medellín. Da igual.

Esta historia espeluznante sobre el turbio cordón umbilical entre fútbol y droga en un país desangrado, la cuenta admirablemente el documental Los dos Escobar. A lo peor, es ampliable a otros lugares del universo. Los grandes negocios no pueden desdeñar la utilización del opio colectivo. Hay locos convencidos de que a través de múltiples personajes que ocupan el palco de autoridades en los estadios se podría escribir la historia universal de la infamia.

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