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Columna
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Te lo mereces

"Se merece unas vacaciones", oigo comentar a alguien sobre fulanito. "No merezco que me trate así", me dice una amiga deplorando el comportamiento de su novio, que no sabe quererla como ella se merece. Cuando una buena persona sufre una desgracia, decimos que es injusto, que no se lo merecía, y si después tiene un golpe de buena suerte, nos alegramos por ella pensando que hay al menos un poco de justicia poética en el mundo... Aunque, claro, si ésta nos parece una excepción es porque lo que más abunda en el mundo es la injusticia prosaica.

No somos conscientes de cuán a menudo hacemos juicios de este tenor en nuestra vida cotidiana. Cuán arraigado está en nosotros la necesidad de que haya un equilibrio retributivo. A veces decimos que "cada cual tiene lo que se merece" y que quien siembra vientos recoge tempestades. Que quien da amor recibe amor, y quien da patadas, patadas. Desde luego, en muchas ocasiones es así, pero no tenemos más que dar la vuelta a la frase, de manera que rece "cada cual se merece lo que tiene", para que suene de pronto más cruel que justiciero. Hay muchas circunstancias que no dependen de nuestra voluntad, como los números marcados de la lotería biológica y familiar, histórica y social. Es claro que "cada cual tiene lo que se merece" es un deseo atribuido a nuestro libre comportamiento, aquel sobre el que somos responsables, y que en realidad quiere decir: cada uno debería tener lo que se merece.

Max Weber, que con tanto rigor estudió el asunto, sostuvo que esa mentalidad retributiva está en el origen de todas las religiones universales. Un principio de compensación según el cual tanto la benevolencia que ofrecemos a los demás como el sufrimiento, el sacrificio o el esfuerzo que realizamos van acumulando un capital en una suerte de cuenta corriente moral, un "haber" que debería ser recompensado si no es en esta vida en la siguiente. Al igual que, en esa especie de contabilidad trascendente, la lista de nuestro "debe" indicaría que hemos de recibir algún tipo de castigo más tarde o más temprano.

En la deliciosa novela de Sandor Marai, El último encuentro, encuentro un ejemplo inusual de este "debe". Henrik, que se siente escandalosamente feliz al casarse con la mujer que ama, reflexiona: "Todo era demasiado hermoso... Me habría gustado, entonces, en plena luna de miel, ofrecer algún sacrificio a la vida: no me habría importado si el correo de casa me hubiera traído noticias desagradables, materiales o sociales. Uno siempre quisiera devolver algo a los dioses, una parte de su felicidad. Porque los dioses son, como se sabe, envidiosos, y cuando dan un año de felicidad a un simple mortal, lo apuntan como una deuda, y al final de su vida se la reclaman, con intereses de usurero". Una visión inusual, insisto, porque al contrario que la desgracia, siempre pensamos que "nos merecemos" la felicidad...

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