No al declive de Europa
La Unión Europea rebosaba optimismo hace 10 años, tras el cambio de siglo. Ahora hay una rara unanimidad sobre su deterioro. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿La decadencia es inevitable? José Ignacio Torreblanca contesta a esas y otras preguntas en un nuevo libro
Mientras el sueño americano languidece, un nuevo sueño europeo ve la luz". Hace solo unos pocos años, exactamente en 2004, un estadounidense como Jeremy Rifkin podía hablar sin arrobo de un "sueño europeo", un sueño basado en altos estándares de vida, unas democracias profundamente arraigadas y respetuosas con los derechos humanos, un Estado protector y solidario, una sociedad incluyente, una cultura tan rica como variada y un orden basado en el derecho, la negociación y el diálogo entre los Gobiernos. Pero además de rendirse admirado ante el modelo europeo, Rifkin podía contraponer ese modelo al suyo propio, el americano, que valoraba de forma sumamente negativa, casi como el reverso exacto del europeo en razón de sus desigualdades sociales, su insensibilidad medioambiental o el militarismo y agresividad de su política exterior.
El grupo liderado por Felipe González ya advirtió de que Europa corre el riesgo de caer en la insignificancia
En 1997, la unión monetaria despertaba una increíble inquietud en EE UU. Hoy, el euro lucha por salvarse
"Los europeos", afirmaba Rifkin, "han puesto ante nosotros la visión y el camino hacia una nueva tierra prometida para la humanidad". "Europa", concluía, "se ha convertido en la nueva ciudad en la colina". Con ello apuntaba directamente a la línea de flotación de uno de los mitos fundacionales de la república americana, aquel basado en el sermón del pastor puritano John Winthrop a los colonos que en 1630 se disponían a arribar a las costas de Massachusetts en el barco Arbella, animándoles a construir la ciudad moralmente ejemplar de la que Jesús había hablado en el sermón de la montaña. La cita en cuestión, "Sois la luz del mundo. Una ciudad en la colina no puede ser escondida" (Mateo 5:14), plagó la retórica política americana durante toda la guerra fría, siendo utilizada desde Kennedy hasta Reagan, por lo que la provocación de Rifkin era más que evidente. Y para rematar esta ejecución sumaria del sueño americano, Rifkin proponía una solución que sin duda provocaría que millones de estadounidenses saltaran de sus sofás: "Si EE UU quiere tener futuro", concluía Rifkin, "debería imitar a la UE".
Casi simultáneamente, en 2003, otro estadounidense experto en Europa, Charles Kupchan, profesor en la Universidad de Georgetown en Washington DC, hablaba no solo del fin de la Pax Americana, sino, lo que parece más increíble hoy, de hasta qué punto "el verdadero desafío que EE UU deberá enfrentar no proviene del mundo islámico, ni tampoco del ascenso de China, sino de una Europa integrada cuya economía ya rivaliza con la americana y que inevitablemente terminará por entrar en confrontación geopolítica con EE UU".
En la misma estela de ese optimismo que inundaba los análisis sobre el futuro de Europa, Mark Leonard esbozaba en su provocador ensayo ¿Por qué Europa liderará el siglo XXI? un mundo en el que Europa no solo habría triunfando a la hora de poner fin a sus conflictos internos y lograr unas cotas de prosperidad y libertad inéditas en la historia, sino, de forma más importante, que habría logrado exportar su modelo de resolución de conflictos y gestión de los mercados al ámbito global. "En todos los rincones del mundo", escribía Mark Leonard, "los Estados encuentran inspiración en el modelo europeo". El afán por imitar a Europa, continuaba, provocará un "efecto dominó regional que cambiará nuestras ideas sobre la política y la economía y redefinirá el significado del poder en el siglo XXI". Y parafraseando una de las citas favoritas de Jean Monnet, que gustaba de describir la integración europea como una revolución silenciosa, Leonard concluía afirmando: "La revolución silenciosa que los europeos han desencadenado transformará el mundo".
Irrelevancia
Avanzando solo unos pocos años en el calendario, las tornas han cambiado de forma radical, dejando ante nosotros unas percepciones sobre el éxito o fracaso relativo de estadounidenses y europeos exactamente inversas. "El sueño europeo ha muerto", certificaba Gideon Rachman en su columna del Financial Times del 17 de mayo de 2010. Concluyendo su análisis sobre la incapacidad de los europeos de resolver sus problemas financieros y actuar de forma unida en la escena internacional, Rachman rescataba la cita de Rifkin que abre este capítulo y concluía: "Releyendo hoy esas palabras, no sé si reír o llorar". Rachman citaba en su columna un trabajo de Charles Grant, director del Centre for European Reform, que bajo el significativo título ¿Está Europa destinada a fracasar como potencia? planteaba un más que sombrío panorama sobre el futuro de Europa. "Hace 10 años", escribía Grant, "Europa parecía un poder en auge: se estaba integrando económicamente, lanzando su propia moneda, expandiéndose geográficamente y reformando sus tratados para crear nuevas instituciones. Hoy, en la mayoría de los grandes problemas que afectan al mundo, la UE es irrelevante".
La preocupación sobre el declive de Europa ha desbordado el marco de los medios de comunicación, en cuyos análisis siempre existe la tentación de descontar un cierto alarmismo, o de los académicos, a los que los políticos suelen también considerar personas con poco sentido práctico y a su vez tendentes a la exageración sobre la gravedad de los problemas. Este desbordamiento es evidente en el informe del Grupo de Reflexión sobre el Futuro de la UE liderado por Felipe González, que de forma taxativa afirma: "2010 podría ser el principio de una nueva fase para la UE y durante los próximos 50 años podría consolidarse el papel de Europa como actor mundial activo. En cambio, la Unión y sus Estados miembros podrían caer en la marginación y volverse una península occidental del continente asiático, cada vez más insignificante".
En un continente con 27 Estados miembros que acostumbran a discutir hasta la extenuación sobre todo, esta rara unanimidad sobre el declive de Europa no deja de llamar la atención. Máxime si también es compartida por los observadores externos. Para disgusto de los europeos, el informe de 2009 del National Intelligence Council estadounidense, una prestigiosa institución que agrupa a varias ramas del Gobierno y los servicios de inteligencia y que realiza estudios de prospectiva, no dudaba, tras dibujar los escenarios posibles en los que se desenvolvería la dinámica del poder mundial en las próximas décadas, en concluir: "Creemos que, para 2025, Europa habrá hecho solo pequeños progresos a la hora de transformar en realidad la visión actual de sus líderes en el sentido de lograr convertirse en un actor cohesionado, integrado, influyente globalmente y capaz de emplear de forma independiente una amplia gama de instrumentos políticos, económicos y militares en apoyo de sus intereses e ideales".
Las percepciones sobre el declive de Europa no quedaban confinadas al estricto ámbito de las élites estadounidenses, sino que, de forma bastante preocupante, estaban sumamente asentadas entre la opinión pública de otros países con los que la UE aspiraba a mantener una relación estratégica. En una encuesta de la Fundación Bertelsmann realizada en 2006, solo uno de cada cuatro estadounidenses (24%), uno de cada seis rusos y japoneses (17%), uno de cada siete chinos y brasileños (14%) y uno de cada 14 indios (7%) pensaban que la UE fuera a ser una potencia en 2020. De forma generalizada, la mayoría de los ciudadanos de esos países consideraban a la UE como irrelevante. Al parecer, en un siglo que unánimemente todo el mundo describe como el siglo asiático, los europeos concitan poco interés o respeto en Asia. Kishore Mahbubani, un exdiplomático singapurés convertido en una de las voces más autorizadas de Asia, con frecuentes artículos y citas en revistas y artículos internacionales, también salió en tromba contra Europa con motivo de la cumbre Europa-Asia celebrada en octubre de 2010: "Europa no se entera. No se entera de cuán irrelevante está siendo para el resto del mundo. Y tampoco se entera de cómo de importante es el resto del mundo para su futuro".
Cualquier tiempo pasado fue mejor
En un breve lapso de tiempo, los europeos parecen haberse instalado en la más completa desmoralización. No hay prácticamente un día que no se publique un artículo, libro o comentario acerca de la irrelevancia de Europa en el mundo, la pérdida de competitividad, la inviabilidad de sus estándares de protección social, sus cuellos de botella demográficos, la falta de liderazgo y solidaridad interna o la crisis de sus valores. La conclusión más o menos unánime y/o extendida es que, con el auge de China y otros países emergentes, el mundo del siglo XXI va camino de ser, si no lo es ya, un mundo puramente multipolar en el que solo cuenta el peso económico y militar de los Estados. En ese mundo con pocas o ninguna norma y donde ni la democracia ni la economía de mercado son mayoritarias o gozan de legitimidad o aceptación universal, la UE sería progresivamente marginalizada hasta quedar convertida en un "parque temático", una gran Suiza, ejemplar para sí misma, pero deliberadamente aislada del mundo y sin voluntad de influir en nadie.
Sin embargo, las cosas no fueron siempre así. Si rebobinamos una década y soltamos la tecla en torno al cambio de siglo, veremos que el estado de ánimo colectivo de los europeos era el exacto reverso del de ahora. Cuesta de verdad creerlo dada la desmoralización generalizada que nos invade hoy cuando comienza la segunda década del siglo, pero hace ahora 10 años, coincidiendo con el cambio de siglo, Europa rebosaba optimismo sobre sí misma y su capacidad. Con el fin de la guerra fría y la caída del muro de Berlín, Europa tenía ante sí un brillante porvenir. La reunificación del continente, dividido en dos mitades por los acuerdos de Yalta de 1945, estaba al alcance de la mano. Por primera vez en su historia, Europa podría estar no solo unida y en paz, sino también ser libre y próspera.
En 2000, 50 años después de la declaración Schuman, los objetivos de los llamados "padres fundadores" estaban a punto de verse cumplidos. La reunificación alemana, completada en 1990 bajo un marco europeo, había sido solo el preludio de la unificación del continente, pues en 1995 la UE acogía en su seno a Austria, Finlandia y Suecia, tres países que debido a la dinámica de la guerra fría habían visto cercenada su autonomía en política exterior. Y en 1998, la UE abría negociaciones de adhesión con nada menos que ocho candidatos de Europa Central y Oriental, además de Chipre y Malta. Sumando los últimos retoques en la unión monetaria y las primeras discusiones para la puesta en marcha de una defensa común europea, para muchos era más que evidente que el siglo XXI estaba destinado a ser el siglo de Europa.
En marzo de 1999, estadounidenses y europeos ponían en marcha, bajo la dirección de Javier Solana en la secretaría general de la OTAN, la primera operación bélica en la historia de la OTAN. La guerra de Kosovo cerró el círculo de las guerras yugoslavas y la impotencia europea, pues, al fin y al cabo, todo el conflicto yugoslavo había comenzado en Kosovo 10 años antes. En toda Europa, pese a algunas manifestaciones de protesta, la guerra de Kosovo significó el despertar de una cultura de seguridad que había quedado anestesiada. La nueva narrativa del poder europeo que emergía era evidente: frente a los genocidios, la limpieza étnica y las crisis humanitarias no cabía el apaciguamiento; Europa no solo debía intervenir, sino que, lo que es más importante, podía intervenir. En realidad, qué mejor muestra de una visión estratégica a largo plazo que el desbloqueo de la adhesión turca, logrado, también no por casualidad, en diciembre de 1999. Frente a los miedos que dominan hoy la aproximación a Turquía, el racismo latente y la xenofobia rampante que recorre Europa, hace una década los líderes europeos supieron ver con mucha mayor claridad que hoy la increíble oportunidad estratégica que representaba la adhesión de Turquía a la UE tanto desde el punto de vista de la política exterior como de la economía o la energía.
Por ese conjunto de razones, aunque retrospectivamente parezca infundado, algunos en EE UU, Rusia o China observaban el vertiginoso avance del proceso de integración europeo con alarma. En EE UU, en particular, donde hoy se da generalmente por descontada la irrelevancia de la UE como actor global, autores como Jeffrey Cimbalo podían publicar en Foreign Affairs artículos en los que se afirmaba: "La integración política europea representa el desafío más grande a la continuidad de la influencia estadounidense en Europa desde la Segunda Guerra Mundial". "La nueva Europa, que contará con su propio ministro de Asuntos Exteriores y su propia política exterior, expandirá su poder a costa de la OTAN y más que complementar el poder de EE UU, competirá con él, un acontecimiento para el que EE UU no está en absoluto preparado", concluía.
En Moscú o Pekín era posible observar percepciones similares. Para Vladímir Putin, cuyo acceso al poder en mayo de 2000 estuvo marcado por la campaña de Kosovo el año anterior, la UE no era, ni mucho menos, un poder meramente normativo o blando. La guerra de Kosovo llevaba implícita un mensaje muy serio acerca de cómo el modelo europeo estaba eventualmente dispuesto a respaldar su expansión con el uso de la fuerza y, desde la perspectiva de Moscú, hacerlo con un desprecio total por su derecho de veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Por eso, con razón o no, muchos en Moscú comenzaron a preocuparse al ver cómo la expansión combinada de la OTAN y de la UE terminaría no solo por tocar las fronteras de la antigua Unión Soviética, sino cruzarlas hasta adentrarse en el hinterland histórico que constituía Ucrania, la patria de Kruschev, o Georgia, la patria de Stalin. En un momento de debilidad internacional rusa, víctima del desgobierno y la corrupción que dominó el régimen de Borís Yeltsin, la UE también era vista como una superpotencia en ciernes, no un ente condenado a fracasar.
Así que en Washington, en Moscú o en Pekín, la UE no solo estaba en auge, sino que era observada con suma atención. Si además tenemos en cuenta el hecho de que el mismo diciembre de 1999, con la euforia de Kosovo todavía llenando de burbujas la copa de champán de los europeos, el Consejo Europeo de Helsinki adquiría el firme compromiso de poner en marcha los preparativos para dotar a Europa de una fuerza expedicionaria de 60.000 soldados, desplegable en un plazo de tres meses y sostenible por sus propios medios durante un plazo de un año, el mensaje que Europa estaba trasladando al mundo era más que evidente y no podía por menos que tomarse en serio.
Pero no solo se trataba del poder militar. Hoy día, el euro lucha por salvarse de los mercados tanto como de las críticas al diseño y funcionamiento de la unión monetaria. Pero en 1997, lo que la unión monetaria despertaba era, una vez más, una increíble inquietud en EE UU, temeroso de que el euro hiciera sombra al dólar como moneda de reserva internacional. De nuevo con el reflejo geopolítico activado en el subconsciente, muchos analistas estadounidenses concluían, como hacía Paul Kennedy, el historiador especialista en el auge y caída de los imperios, que el surgimiento del euro, igual que hoy la apreciación del yuan que EE UU quiere forzar, significaba o traería como consecuencia el desplazamiento de, al menos, una parte del poder de EE UU hacia Europa.
Esta UE que celebraría en 2004 la firma del Tratado Constitucional augurando, sin sospecha alguna sobre la enorme ingenuidad que se escondía tras sus palabras, "el comienzo de una nueva era", en palabras del primer ministro holandés, Jan Peter Balkenende, se encontraba solo unos años después completamente postrada y desanimada acerca de su futuro. ¿Cómo había llegado aquí? ¿Por qué? ¿Es irreversible esta situación? -
La fragmentación del poder europeo, de José Ignacio Torreblanca. Editado por Estudios de Política Exterior e Icaria Editorial. Fecha de publicación: 6 de julio. Precio: 18 euros.
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