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ENTRE FANTASMAS
Columna
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Mi dulce Amanda

Me sorprendió saber que el hombre invisible era mujer y se llamaba Amanda. Vino a verme y me ofreció sus servicios. "¿Qué clase de servicios?", indagué con temor e inconfesables esperanzas. "Puedo escribir al dictado tu articulito deportivo", propuso. Confieso que sentí alivio y decepción. No necesitaba una mecanógrafa, pero acepté por curiosidad. Sin más ambages, se sentó en mis rodillas. Era invisible pero no incorpórea. Sus glúteos se acoplaron a mis muslos y sus cabellos se enredaron en las patillas de mis gafas. Supuse que era rubia, no sé por qué. "Pelirroja", corrigió como si me hubiera adivinado el pensamiento, "y, por cierto, ni entiendo de fútbol ni soy ningún fantasma como, con tanta ligereza, me endilgabas la semana pasada. Soy mujer, de carne y hueso, pero nadie me pisa, como a otras, la sombra. Ni ninguna imagen me atrapa en ningún espejo". Asentí sumiso. Me exigió, entonces, que titulara el episodio con su nombre. Y lo hice así. Dejándome llevar, sin duda, por reminiscencias cinematográficas, la califiqué equivocadamente de "mi dulce Amanda".

Pero era una yegua con un tábano bajo el rabo, como la definió alguien que la conocía mejor que yo y de quien en otra ocasión hablaré. Se trata de un personaje del submundo futbolístico con nombre de piedra de río que ejercía sus manejos a la sombra en los tiempos en que Di Stefano fumaba en los vestuarios después de los partidos, las anfetaminas se tomaban impunemente para estudiar o darle patadas al balón y un delantero centro del Madrid llamado Pahíño era objeto de irrisión porque leía a Dostoievski. Al parecer, ya entonces Amanda hacía de las suyas sin que, supuestamente, el tiempo transcurrido hubiera proporcionado a su hipotética belleza una sola arruga.

"¿Por dónde empezamos?", inquirió impaciente. "¿Por Sneijder?", sugerí. "¿Quién es ese?, preguntó, "¿algún asesino en serie?". Me apresuré a informarle de que se trataba de un gran jugador. Pareció impresionada. "¿Grande? ¿Cómo de grande?", y quiso saber cuánto medía con exactitud. Le dije que 1,70. "¡Poca cosa!", exclamó despectiva. Le hice observar que, la pasada temporada, Wesley Sneijder lo había ganado todo con el Inter de Mourinho. Y me preguntó quién era Mourinho. Contesté que, en estos momentos, era el menos invisible de los hombres. "¡Qué asco! ¡Un exhibicionista!", masculló con inusitada repugnancia y preferí volver al asunto Sneijder.

Le conté que, el viernes pasado, mientras me tomaba un café con cruasán en el Flore de Saint Germain des Prés, había leído en L'Equipe unas declaraciones de Sneijder en las que se quejaba del trato recibido en el Real Florentino y aseguraba que jamás volvería a jugar en ese equipo, aunque había mantenido contactos con Mourinho al respecto. Amanda interpretó la palabra contactos a su manera y se ruborizó. Ver ruborizarse a una mujer invisible en tus rodillas es como contemplar una puesta de sol en tu ombligo. La tranquilicé.

Nunca hubiera imaginado que la invisibilidad conllevara tal grado de puritanismo. Sin embargo, doctores tiene la Iglesia, el puritanismo no presupone honestidad. Cuando en la pantalla del ordenador leí lo que en mi nombre ella había escrito, el que se sonrojó fui yo. Con exultante desfachatez, supuestamente al dictado y bajo mi firma, Amanda atribuía a Sneijder las siguientes palabras: "Ni borracho volveré a esa mierda de Club, aunque me lo suplique ese petimetre que parece una mala fotocopia de Helenio Herrera". Protesté airadamente.

Me sorprendió, eso sí, dada su manifiesta ignorancia balompédica, que mencionara al difunto Helenio Herrera y me sacó de mis casillas el que calificara de mierda a uno de los más grandes y prestigiosos equipos del mundo y llamara petimetre y mala fotocopia a un entrenador de probada valía e incuestionable personalidad, aunque sobreactuara torpemente de cara a la galería. "De fútbol y de teatro no entiendo, pero de periodismo y de fantasmas, sí", me replicó, "y, además, leo tus pensamientos". Esta última afirmación acabó de exasperarme y le ordené que, aunque fuera invisible, desapareciera de mi vista. Pero no se fue. Sus nalgas seguían pesando en mis rodillas. "Eres un intelectual de pacotilla y menosprecias mi talento", me increpó; "¡la mano de Amanda tiene poderes que no puedes imaginar!", clamó con amenazadoras ínfulas y, sin cambiar de tono ni de asiento, emprendió una delirante perorata para sucesivamente declararse responsable de cuantos despropósitos se publican en la prensa deportiva y de cuantas sospechosas incidencias alteran el curso de un partido. Concluí que la mano de mi dulce Amanda era tan invisible y poderosa como la de Florentino.

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