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Columna
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Bajo mínimos

A veces tomo un café a media mañana en un bar de barrio, al lado del instituto, uno de esos locales con mostrador de cinc y currantes de base que a las 11 hacen una parada en el tajo para calzarse un coñac. Tipos sin estudios, que las pasan canutas para llegar a fin de mes y que tendrían bastantes razones para ser groseros y dar rienda suelta a su machismo elemental. Sin embargo, jamás les he oído una ordinariez en mi presencia. Al contrario, se comportan con esa amabilidad un poco ingenua y ruda de los hombres que se levantan cada día a las seis de la mañana. Tipos que están muy lejos de ser de la cuerda de San Francisco de Asís, háganse cargo, pero que se esfuerzan por ser buenos chicos con una timidez que, en los tiempos que corren, resulta casi enternecedora. Estoy segura de que si alguien se atreviera a molestarme, se lo pondrían bastante crudo.

Les cuento esto porque, pese al nivel bajuno de la clase política, tal vez no esté todo perdido. Todavía quedan cantinas, tascas de carretera e incluso garitos donde se ejerce esa clase de cortesía parlamentaria elemental que tanto escasea en otros ámbitos. Lugares en los que si entrara el alcalde de Valladolid o cualquier escritor, de esos a quienes les gusta montárselo (y no precisamente en la ficción) con niñas de 13 años, a las que luego llaman "zorritas", le partirían las piernas sin más.

Hubo un tiempo en que los caballeros ingleses aprendían maneras de los campesinos castellanos, tipos austeros y rudos que se quitaban el sombrero de paja para saludar a la vecina o ayudaban a bajar del tren a una muchacha con una delicadeza que para sí quisieran muchos profesores de Cambridge. Si no me creen, lean las memorias de Ramón Carande. Aristocracia moral se llamaba aquello pese a toda la connotación machista que alguien le quiera ver. Lo de ahora no sé cómo se llama. Pero juzguen ustedes mismos.

La elegancia no se aprende, es un misterio natural. Uno puede labrarse una imagen a golpe de BMW y cargos honoríficos y al abrir la boca, quedar reducido al nivel de su subconsciente. El lenguaje es algo consustancial, como el vinagre a los boquerones. He visto marineros en traje de faena comportarse como verdaderos caballeros y tipos vestidos de Emidio Tucci hablando con una ordinariez indescriptible. Los modales no son una mera apariencia, sino la fibra moral que nos construye por dentro. Cuando todo se va al carajo, las normas son lo único que puede ayudarnos a mantener la compostura. En el poder o en la oposición, en la victoria o en la derrota, en la literatura o en la vida. Pese a todo, sin embargo, todavía quedan profesores que les enseñan a los críos el fair play, respetar al adversario o quitarse la gorra de béisbol antes de entrar en clase.

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