Polizón en la 'Kon-Tiki'
Hasta 15 millones de personas han visitado la balsa Kon-Tiki en su amarradero final en un museo de Oslo, pero solo una ha tratado de subirse.
Ver la Kon-Tiki original había sido siempre uno de mis sueños y se había convertido ya en una obsesión desde que la pasada Navidad falleció en la cama a los 92 años el último superviviente de la expedición, Knut Haugland, el rey de los radiotelegrafistas -la noticia me llegó por Hilari Raguer: ya es curioso que las novedades de la Kon-Tiki te arriben por un monje de Montserrat-. Faltó muy poquito para que le entrevistara, pero Haugland, que además era uno de los héroes de Telemark, los comandos noruegos que desbarataron los planes atómicos de los nazis con los sabotajes de la planta que fabricaba agua pesada en Vemork y del ferry que la transportaba por el lago Tinnsjo, desapareció en esa definitiva tormenta helada de la que, parafraseando a otro escandinavo, no regresa valiente -ni cobarde- alguno, aunque esquíe de fábula.
La única hembra en la balsa, la lora 'Lorita', se ahogó al caer al mar
Knut había sorteado a la Parca en varias ocasiones. Una vez, cuando escapó de centenares de soldados alemanes que rodeaban la Maternidad de Oslo, donde había escondido un transmisor, abriéndose paso a tiros de pistola entre el llanto de los bebés y la estupefacción de la Gestapo. Otra, en la misma Kon-Tiki, al atacarle un tiburón mientras -imprudente vikingo- nadaba tan ricamente junto a la balsa. También me habría gustado conocer a otro Knut ya muerto, Haukelid, colega de Telemark de Haugland y autor del indispensable Skis against the atom (1954), donde cuenta cosas como la ocasión en que tiró por la borda a un colaboracionista de la guardia de Quisling en el Mjosa durante la ocupación -"ha saltado al agua", le dijo al capitán del ferry que acudió a ver que había pasado; "excelente", fue la escueta respuesta del marino-.
En fin, llegué el otro día al Museo de la Kon-Tiki en la península de Bygdoy, en Oslo, como apoteosis de una jornada de supina emotividad en la que vi drakars, estuve a punto de comprar en el Frammuseet una réplica del traje de piel de foca de Amundsen por 20.000 coronas -ideal para ir en moto- y deposité unas flores en el monumento a la resistencia en el castillo de Akershus (¡va por vosotros, héroes de Telemark!).
A la entrada te saluda un moai y dentro, tras comprar tu tique al paraíso, se despliega una impresionante colección de maravillas, incluida la culata del rifle de Gauguin. Pasé ante la balsa Ra y el remo de la Tigris y demoré la subida por la rampa a la planta superior del museo para el gran encuentro. Como la mayoría de mi generación -y otras, a Jruschov le habría gustado ser cocinero en la balsa-, casi no hay día que no sueñe con la Kon-Tiki, así que imaginarán la emoción de encontrármela de repente materializada ahí delante, toda troncos, palma, caseta de bambú, vela y aventura. Detenido su balanceo en un mar inmóvil de resina y peces voladores falsos, la embarcación parece navegar congelada en un instante eterno. Como enfrascado en una caracola enorme oí el ruido del océano de mi adolescencia. No me avergüenza reconocer que me saltaron las lágrimas y a punto estuve de caer de rodillas. "¡Oh, Thor!", gemí.
Han pasado 63 años desde que Heyerdahl y sus compañeros recorrieron en 101 días -y sin sexo compartido, que sepamos- los 8.000 kilómetros de peligroso Pacífico entre Callao (Perú) y el atolón polinesio de Raroia. Y 40 desde que abrí el libro de editorial Juventud hasta que llegué al museo. Más sereno, observé los cabos, los cocos en cubierta, las cajas de raciones, las iniciales de Haugland grabadas en la espadilla. En vitrinas de alrededor, reliquias como la crema solar, la guitarra, un puñado de plumas de Lorita, la lora verde que fue el séptimo pasajero de la Kon-Tiki, arrastrada por un golpe de mar el infausto día 60 de travesía, ¡ay Lorita! -"fue un momento doloroso", anota Eric Hesselberg, el piloto, en su relato ilustrado, mucho menos conocido que el de Heyerdahl, Kon-Tiki y yo (Juventud, 1984)-. Tampoco sobrevivieron Per y Lise, las cucarachas, ¡cuántos recuerdos!, ¡cuántos viejos amigos!
Mientras contemplaba los bajos de la balsa -se puede hacer, en el piso inferior: entre una luz azulada nadan un atún y el tiburón ballena, más grande que la Kon-Tiki, al que Erik lanzó su arpón-, tomé una súbita decisión. ¡Qué diablos, solo se vive una vez! Volví arriba junto a la borda, inspiré profundamente, salté la valla protectora y -haciendo caso omiso de los alarmados gritos en noruego- embarqué en la Kon-Tiki. Apenas mis zapatos se posaron en los maderos, el techo del museo pareció abrirse a un firmamento azul ilimitado, la balsa desencalló y comenzó a mecerse en el rizado oleaje sobre 4.000 metros de profundidad. Thor me envió arriba, a la cruceta. Y zarpamos hacia donde viven los dioses y siguen navegando los sueños.
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