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Reportaje:República Centroafricana | Agujeros negros del planeta (y 4)

Sobrevivir a la enfermedad

La corrupción endémica, la malaria y la desnutrición son las grandes plagas de la República Centroafricana, agravadas por la crisis económica

En el barracón de pediatría del hospital de Batangafo, en la República Centroafricana (RCA), se respira el horror. Qussi, 29 años, vive con la esperanza de que sus dos gemelas de un año, Pamila y Nguera, sobrevivan a la fiebre alta y las diarreas provocadas por la malaria, por la que llevan ingresadas cuatro días. Todavía recuerda cómo hace dos años murieron en ese mismo hospital y por la misma enfermedad otros dos de sus hijos, también gemelos de cinco meses, que llegaron demasiado tarde. Antes había acudido a lo que llaman "medicina tradicional" y el tratamiento del curandero retrasó varios días el ingreso en el centro médico. A 600 kilómetros al sur, en la ciudad de Boda, medio centenar de niños intentan sobrevivir a la desnutrición en otro hospital, que, como el anterior, es atendido por Médicos Sin Fronteras (MSF). La crisis de los países ricos ha reducido a mínimos la actividad en las minas de oro y diamantes, y los habitantes de la zona no tienen qué comer. Las víctimas son siempre los niños. Al norte del país, cerca de la frontera con Chad, centenares de familias montan sus chamizos en un improvisado campo de desplazados, preparados para pasar la temporada de lluvias. Han tenido que abandonar sus poblados ante la advertencia del Ejército regular de que van a "barrer" la zona en busca de rebeldes que llevan años ejerciendo su ley.

El barracón de pediatría está lleno a rebosar. Hay 61 niños ingresados. Están como desmayados en brazos de sus madres
En África mueren un millón de personas de malaria al año; la mayoría, niños de menos de cinco años
"No sé cómo son los diamantes. Nunca he visto ninguno. La mayoría solo excavamos la tierra sin parar"
"La RCA lleva años yendo para atrás", explican dos religiosos italianos. "La corrupción llega a todos los niveles"
"Es la primera vez que estamos en un campo de desplazados", explica Suzanne. "En 2008 huimos al campo"

Estas son imágenes habituales en la República Centroafricana. Un país olvidado en el África profunda, rodeado por otros Estados tristemente conocidos por sus continuos conflictos: Chad, al norte; Sudán, al este; Camerún, al oeste, y Congo y la República del Congo, al sur. Con 4,3 millones de habitantes, la mitad de ellos menores de 18 años, la RCA vive marcada por la violencia contra las personas, por los continuos desplazamientos de poblados enteros huyendo de las facciones rebeldes que actúan en el país, por la ausencia de un sistema sanitario y educativo decente, por la corrupción generalizada en todos los estamentos de la sociedad, por las epidemias de malaria y tripanosomiasis, por la desnutrición... Un auténtico agujero negro que no aparece en los periódicos y cuyo personaje más conocido fue el tristemente célebre emperador Bokassa, que gobernó el país entre 1966 y 1979 y dejó un legado de corrupción y violencia que se ha consolidado en las décadas siguientes mediante golpes de Estado sucesivos que encumbraban a militares en busca de fortuna. De la época de colonización francesa solo queda el idioma, algunos edificios que se caen a pedazos y los intereses de empresas galas que exportan madera, uranio y metales preciosos.

La llegada a Bangui, capital de la RCA, es un augurio de lo que depara el país. A las dos de la madrugada, el diminuto aeropuerto se parece a una estación de autobuses abandonada. Es inútil intentar hacer cola ante el funcionario con uniforme militar de camuflaje que recoge los pasaportes, porque el centenar de viajeros se abalanzan para entregar primero el documento. Mientras tanto, las maletas se amontonan al final de una cinta que avanza al ritmo africano, cansino, y que las deja caer sobre el suelo de cemento.

Bangui "la Coquette", reza un cartel a la entrada de la ciudad. Así la bautizaron los franceses. Apenas se puede leer, porque las pocas farolas que funcionan lo hacen con unas bombillas de bajísima intensidad. Los 400.000 habitantes de la ciudad duermen a esas horas, y en las calles solo se oye el ruido de los generadores de fuel que dan energía a las viviendas, porque la única central eléctrica no da servicio todo el día. Ese uno de los nuevos sonidos de las capitales de los países pobres.

A mediodía, el aeropuerto está completamente vacío. Un par de soldados atiende al grupo que quiere viajar hacia el norte. Recuperados los pasaportes, hay que andar por la pista hacia una avioneta bimotor que comparten Médicos Sin Fronteras y Cruz Roja Internacional. Los lunes y los jueves hacen viajes de ida y vuelta al norte del país, en donde diversas organizaciones internacionales intentan ayudar a luchar contra las enfermedades tropicales y las que causan los hombres con sus armas.

LUCHA CONTRA LA MALARIA

Dicen que Batangafo es una ciudad y, de hecho, allí viven cerca de 28.000 personas, más de la mitad menores de 18 años. Pero más parece un enorme descampado, sin electricidad, sin agua corriente y sin nada parecido a calles, en donde se suceden infinidad de chozas de adobe con techo de paja y cientos de niños medio desnudos que saludan con una enorme sonrisa blanca. El llamado aeropuerto es como una carretera comarcal española de pocos centenares de metros; lo suficiente para que aterrice la avioneta.

Las únicas casas que no son de adobe son el ayuntamiento, la subprefectura, las sedes de algunas ONG y, por supuesto, el hospital. Un conjunto de barracones construidos en los años treinta que se fueron echando a perder por la falta de medios de la sanidad de la RCA, cuya gestión fue asumida en 2006 por la sección española de Médicos Sin Fronteras.

El barracón de pediatría está lleno a rebosar. Y eso que todavía estamos a finales de abril y no ha llegado la temporada de lluvias, que trae centenares de casos de malaria. Hoy hay 61 niños ingresados, de entre pocos meses y tres o cuatro años. Están como desmayados en brazos de sus madres, con los ojos entornados y una leve queja que sale sin fuerzas de su boca. Los llantos suenan con sordina, como si nadie los fuera a escuchar.

Qussi Dorkas tiene 29 años. Está sentada en una de las camas con mosquiteras apiñadas en el barracón, con un pequeño bebé en sus brazos. A su lado está Justine, su hija de cuatro años, con otro bebé en brazos. Son Pamila y Nguera, dos gemelas que van a cumplir un año y que fueron atacadas, probablemente la misma noche, por mosquitos anofeles. Tienen malaria y llevan cuatro días ingresadas con una fiebre muy alta y diarreas. No pueden ni llorar; están demasiado débiles. La vía por la que reciben el goteo sobresale de sus brazos esqueléticos.

"Soy de Batangafo y mi marido me abandonó hace unos meses", explica Qussi. "Mis niñas enfermaron hace unos días y esta vez vine directa al hospital. No quiero que me pase como hace unos años, en que murieron de malaria otros dos gemelos de cinco meses por llegar tarde. Ahora me quedan otros hijos de 11, 6, 4 y 3 años, además de mis gemelas enfermas. Justine ha venido conmigo porque yo no puedo cuidar a las dos".

La hermana se ha hecho mayor de repente. Atiende a su hermanita como si fuera una muñeca, aunque parece aterrorizada por lo que pueda pasar. Cuando se queja, la cambia con su madre para que esta le dé el pecho y calme sus leves quejidos. "Vivimos al día", explica Qussi, "y mis otros hijos se han quedado trabajando en el campo para sobrevivir. No sé lo que pasará mañana. Lo único que me importa es que mis hijas no mueran".

Otras 60 madres ocupan sus camas o pasean entre ellas con sus bebés en brazos, algunos enchufados al pecho y con la mirada perdida, esperando que pasen las horas.

Etiene Lengue, enfermero de 32 años, natural de la RCA, es el responsable de pediatría desde hace dos años. Lleva todo el día atendiendo a los bebés con malaria y está cansado. Sabe que en pocas semanas llegarán las lluvias, y con ellas, centenares de niños con malaria cada día. "El año pasado", explica, "llegamos a tener hasta 600 niños hospitalizados a la vez. Tuvimos que montar tiendas de campaña para atenderles. Mayo, junio y julio son los peores meses, aunque hemos conseguido reducir el nivel de mortalidad por debajo del 5%. Al principio morían muchos niños, porque antes los llevaban a los curanderos. Perdían un tiempo importantísimo, llegaban medio muertos y duraban menos de cinco horas. Ahora es distinto. Las madres han aprendido que sus bebés se curan aquí con medicinas".

Para eso, los agentes de salud de MSF tienen que recorrer Batangafo y los poblados cercanos recordando que el hospital es gratuito y que atienden a todo el que va.

El hospital es como un poblado, aunque con construcciones mejores. Las familias esperan acampadas en los jardines, sentadas sobre esteras. La sala de consultas de pediatría es la más concurrida. Varias decenas de madres con sus niños en brazos esperan a que los enfermeros les hagan el paracheck, un leve pinchazo en el dedo que permita analizar la sangre de los niños y saber, en cuestión de segundos, si tiene malaria.

Hacen entre 80 y 90 pruebas al día y más de la mitad salen positivas. Si no tienen fiebre alta ni diarreas, vuelven a su vivienda con sus pastillas de Coartem y paracetamol. Si están más graves, se quedan internados en pediatría. "Estamos atendiendo a unos 150 niños, y esto no ha hecho más que empezar", dice Etiene, el enfermero.

La visita continúa a otro barracón con casos más graves. Hay dos niños que los médicos piensan que no sobrevivirán. Louis tiene dos años y lleva una semana ingresado. Llegó con malaria y tuberculosis, y al poco tiempo la enfermedad le afectó al riñón. No tiene cura. Aunque le llevarán a Bangui, no hay máquinas de diálisis. Lo único que pueden hacer es darle un poco de cariño. Lo mismo le sucede a Michel, otro niño de 15 años, que está en los huesos por los efectos de la diabetes. Una enfermedad poco frecuente en África, pero que no se puede tratar por falta de insulina. Los diabéticos están condenados en la RCA.

María Teresa Servera Orga, 51 años, llegó en enero a Batangafo, contratada como médico por MSF. Es de Zaragoza y todos la llaman Pitita. Aprovecha los periodos de excedencia que le brinda la medicina pública española para enrolarse con diversas ONG por todo el mundo. Estará seis meses en la RCA y, a pesar de la dureza de su trabajo, conserva el sentido del humor. Lleva 24 horas de guardia y la dureza del día se nota en sus ojos. Acaba de pasar consulta a los dos niños que probablemente vea morir antes de volver a Zaragoza, pero se consuela diciendo que ahora sobreviven cerca del 99% de los pequeños que llegan a tiempo al hospital. En África mueren un millón de personas de malaria al año; la mayoría, niños de menos de cinco años. La cifra ha caído a la mitad en lo que va de siglo XXI, aunque hay más de 300 millones de personas infectadas.

"Aquí tratamos enfermedades olvidadas contra las que no hay vacunas, pero sí tratamientos", explica con cierto optimismo. "Las ONG hacen un trabajo extraordinario y yo estoy muy contenta de poder devolver algo de lo que tengo. Estoy aquí por una necesidad vital y no siento que haya renunciado a nada. Es como un gusanillo... como las misiones".

EN BUSCA DE ENFERMOS

El equipo de MSF ha aprendido en estos cuatro años que no se puede esperar a que lleguen los enfermos al hospital. Hay que ir a buscarlos. Además de la malaria, esa zona de la RCA está infectada de tripanosomiasis. La tristemente célebre enfermedad del sueño, que transmite la mosca tse-tse. Frente al mosquito anofeles, que pica al anochecer, esta mosca ataca a plena luz del día, junto a los ríos. Y aquí hay muchos ríos.

Por eso, desde hace unos meses, el equipo del hospital organiza acciones de análisis ambulante por los poblados de la zona. Lo llaman "depistache" y buscan enfermos de malaria y tripanosomiasis.

El convoy sale a las siete de la mañana desde Batangafo rumbo al norte. Tres todoterrenos cargados de enfermeros y material médico. La llamada carretera es un camino de laterita, esa tierra de color naranja que hace surcos por toda África, llena de baches, charcos y algunos puentes de tablones para cruzar los riachuelos. Cada cinco o seis kilómetros se atraviesa un poblado con 10, 20 o 30 chozas de adobe con tejado de paja, desde donde grupos de niños saludan con las manos y a voces mientras persiguen a los vehículos hasta que no pueden más. El paso del convoy es un acontecimiento.

Los poblados son todos similares y todos ellos están repletos de niños y niñas medio desnudos, sentados en la tierra junto a perros, cerdos, cabras o gallinas. El suelo está lleno de desechos de mango, que olisquean los cerdos. Son los últimos de la temporada y cada vez cuesta más llegar al fruto de los gigantescos árboles de mango.

Tras dos horas de tortuoso viaje, el convoy llega al poblado de Kamasso Bolo, el más grande del camino, con unas 50 chozas y 350 habitantes. Hombres, mujeres y, sobre todo, muchos niños observan curiosos cómo se descargan los vehículos y se van montando dos grupos de consultas improvisadas en el poblado. Los días anteriores, los agentes de salud de MSF habían visitado el poblado y convencido al jefe de que era necesario analizar la sangre de sus 350 habitantes para comprobar si estaban enfermos.

El enfermero jefe del convoy se mueve en bicicleta y pide con un viejo megáfono que se pongan en fila frente a las dos mesas de tijera instaladas en el centro del poblado.

Primero hay que registrar, uno a uno, a los 350 habitantes. Luego, un pequeño pinchazo en la yema del dedo para extraer una gota de sangre y ponerla en una centrifugadora, de 10 en 10 muestras, durante cinco minutos. Si se forma una arenilla en la muestra, es sospechoso y hay que extraer más sangre, esta vez del brazo con una jeringuilla, y mirarla al microscopio.

A las 12.00, todo el poblado ha pasado la primera prueba. De los 350, 65 han dado positivo en la muestra y son conducidos a la iglesia evangelista del poblado. Una construcción de unos 50 metros cuadrados, con paredes de adobe, tejado de palos y paja, un pequeño atril de barro y 20 bancos de troncos. Allí esperan al segundo análisis, y los que dan positivo, al tercero: una punción lumbar para comprobar el grado de la infección.

Sentado en la primera bancada, Kotanginsa, de 42 años, espera con dos de sus hijas, de 13 y 10, que han dado positivo, a que les hagan el segundo análisis. La más pequeña llora desconsolada, con unos lagrimones que mojan toda su cara. Michel se había puesto el primero de la fila, con su mujer y sus 12 hijos. Se temía lo peor, porque estas dos niñas llevaban días sin ganas de comer y habían perdido peso. Ahora está abatido y abraza a sus hijas, aunque confía en que se curarán.

Al final del día ha habido 34 positivos. Un 10% del poblado; una auténtica epidemia. Entre ellos, la hija pequeña de Michel, que será trasladada al día siguiente al hospital de Batangafo para iniciar el tratamiento. Lo normal es que casi todos se curen. El tratamiento de la Tripanosomiasis Humana Africana (THA), a base de Eflornitina, tiene un alto grado de éxito. El problema no lo tienen ellos, sino los cientos o miles de afectados por la enfermedad del sueño que no son detectados en la zona y que serán tratados por la medicina tradicional. Esos están condenados.

Al día siguiente, los 34 pacientes de Kamasso Bolo, y un acompañante por cada uno, están en el barracón de THA del hospital de Batangafo. Allí estarán 15 días.

En el barracón de pediatría no se ve a Qussi y a sus tres hijas. "¿Dónde están?". "No sé, vamos a consultar los informes". Después de unos minutos que se hacen larguísimos llega la respuesta: "Están bien. Han recibido el alta esta mañana y se han ido a su casa". "¿Las tienen localizadas?". "Podemos intentarlo".

Qussi vive junto al barrio musulmán de Batangafo. Las dos gemelas están desnudas, sentadas en el suelo, vigiladas por uno de sus hermanos. Parece que están mejor, aunque tampoco se mueven mucho y todavía tienen diarrea. La choza no tiene tejado. Se derrumbó mientras estaban en el hospital y unos primos de Qussi están construyendo uno nuevo con troncos y paja. La casa es de 5 - 3 metros, dividida por un murete de barro que separa una zona que hace las veces de cocina. En el suelo hay una esterilla y unos manojos de hojas atadas que han recogido del campo y utilizarán en el mercado para cambiarlas por comida.

Las gemelas han sobrevivido a la malaria, pero su futuro no es muy prometedor. Qussi las viste como puede, coge a las dos en brazos y las da el pecho por turnos, mientras explica que da gracias "al buen dios por haberlas salvado".

DESPLAZADOS POR LA VIOLENCIA

Al norte de Batangafo, a dos horas en coche por una carretera de laterita, se encuentra el pueblo de Kabo, el último al que se puede llegar sin riesgo. A partir de ahí, y hasta la frontera con Chad, el Ejército regular y los rebeldes mantienen enfrentamientos continuos por el control de la zona. Decenas de poblados han tenido que ser abandonados por el aviso del Ejército (FACA) de que iban a "barrer" la zona en busca de rebeldes.

Según el último informe de la Oficina del Representante Especial del Secretariado General para niños y conflictos armados, hay varios grupos rebeldes que controlan distintas zonas en la República Centroafricana. Y todos ellos secuestran y reclutan niños en sus ejércitos.

En la zona de Kabo, el grupo más activo durante muchos años era el Ejército Popular para el Restablecimiento de la República y la Democracia (APRD). Ahora está en proceso de desarme y han liberado a más de 100 niños que habían sido secuestrados durante años. Parecen inofensivos cuando paran a los todoterrenos de las ONG, miran en el interior y les dan paso levantando una rudimentaria barrera de madera. Lo mismo sucede con la Unión de Fuerzas Democráticas para la Integración (UFDR), que prácticamente han desaparecido.

Los que sí están en activo son el FPR, un grupo de chadianos que actúan como bandoleros y viven de robar a los embararas y a los vehículos que circulan por la zona; y sobre todo, las Fuerzas Democráticas Populares Centroafricanas (FDPC). Es contra estos últimos contra lo que han dirigido su ofensiva las FACA. El 25 de marzo pasado, los guerrilleros del FDPC secuestraron a un grupo de negociadores de Naciones Unidas para su desarme. A los pocos días ejecutaron a uno de los secuestrados y se disparó el conflicto.

Las FACA reunieron en abril a los jefes de las tribus de la zona, desde Kabo hasta la frontera con Chad, y les anunciaron una ofensiva en toda regla. Al que se quedara le considerarían cómplice del FDPC. En pocas semanas, la mayoría de los poblados han quedado vacíos. Entre 5.000 y 10.000 personas han dejado sus casas y han huido a donde han podido.

Se repite la historia. En 2008, durante los más duros enfrentamientos entre el Ejército regular y las fuerzas rebeldes, cerca de 12.000 personas tuvieron que abandonar sus poblados y vivieron meses en campamentos de desplazados. Muchos de ellos nunca pudieron volver a sus casas.

En abril, la Prefectura de Kabo, el alcalde y los jefes de tribu decidieron que había que volver a montar un campo de desplazados. Pidieron ayuda a Médicos Sin Fronteras y a Unicef, y en pocos días se pusieron en marcha ambas ONG, empezando a organizar el campo en un enorme descampado de 70.000 metros cuadrados (una extensión similar a siete campos de fútbol) a las afueras de la ciudad, de unos 16.000 habitantes.

La llegada al campo de desplazados, a medio montar, levanta una gran curiosidad. El makoundi (jefe) del poblado de Bokayanga, a 14 kilómetros al norte de Kabo, explica que llegó hace una semana con sus cerca de mil habitantes, pero que tuvieron que salir prácticamente con lo puesto. "El Ejército nos dijo que nos fuéramos de un día para otro y tuvimos que dejar nuestros animales. El poblado ha quedado vacío y no sabemos cuándo podremos volver. Aunque llevábamos meses teniendo que huir al campo un día sí y otro también por los enfrentamientos entre Ejército y rebeldes".

Agustine Dienba tiene 64 años y 12 hijos. Su marido es agricultor y se ha quedado cerca del poblado donde vivían recogiendo mandioca para poder subsistir. Vendrá pronto. Agustine llegó el 17 de abril, después de dos días de viaje andando con sus hijos. Ahora están montando su chabola con palos. "Nos esperan meses muy duros", explica la mujer, "ya sabemos lo que es esto, porque ya estuvimos aquí en 2008 durante más de un año". Se deja fotografiar con su familia y enseguida vuelven al trabajo. Hay que montar la chabola pronto, porque en pocos días empezará a llover, "y aquí cuando llueve lo hace de verdad".

Agustine y su familia han recibido dos kits de MSF para instalarse en el campo de desplazados. Cada uno de ellos tiene una lona grande para fabricar el tejado de la tienda, 2 mantas, 2 mosquiteras, 10 metros de cuerda, una esterilla, una barra de jabón, 4 platos, 4 vasos, 4 tenedores, 4 cucharas, un cuchillo, una olla, una jarra, un bidón para 20 litros de agua y un saco. Eso es todo lo que tienen. Aunque confían en que Naciones Unidas ayude en algún momento repartiendo alimentos.

El enorme descampado se va llenando poco a poco de familias que empiezan a construir sus viviendas. MSF ha repartido 600 kits de supervivencia y calculan que allí se instalarán cerca de 2.500 personas. ¿Cuánto tiempo? Nadie lo sabe.

Suzanne Kosina, 48 años, atiende a sus cuatro hijos mientras su marido trabaja en la preparación de la choza. Han encendido un fuego para hacer una sopa con lo que puedan encontrar. Se instalaron en el campamento hace dos días y han dormido en la esterilla, rezando para que no lloviera porque hasta esta mañana no han puesto la lona que hace las veces de tejado. "Es la primera vez que estamos en un campo de desplazados", explica Suzanne. "En 2008 decidimos huir al campo y esperar escondidos a que pasaran los enfrentamientos. Pero esta vez hemos preferido venir aquí. No he podido traer casi nada, porque el Ejército nos echó de nuestras casas cuando los rebeldes instalaron un puesto de vigilancia en nuestro poblado. Pasamos mucho miedo mientras nos íbamos, oímos tiros y salimos corriendo".

Como otras familias, la de Suzanne no sabe cuánto tendrán que pasar fuera de su poblado. "Llevábamos meses conviviendo con los rebeldes sin tener problemas. Nos pedían cosas, pero no eran violentos", explica. "Pero ahora ha vuelto a empezar la guerra y nadie sabe lo que durará".

El día avanza y no paran de llegar más familias. Los niños cuidan de los bebés mientras el padre y los mayores empiezan a montar la nueva vivienda con palos y ramas y la madre enciende el fuego.

En una esquina del campo de desplazados se amontonan mujeres y niños alrededor de un pozo de agua. La recogida del agua siempre ha sido cosa de mujeres en África, aunque, desde que llegaron los bidones de agua, los niños pueden ayudar en esas tareas, porque pesan menos que los viejos cántaros de barro. El pozo parece que está bastante lleno y mujeres y niños se afanan en sacar el agua con una larga cuerda mientras empieza a anochecer.

Con la oscuridad empiezan a encenderse hogueras. Decenas de fuegos para cocinar lo poco que tienen. La mayoría se alimenta de mandioca, un tubérculo parecido a la yuca, pero que contiene cianuro, por lo que exige un tratamiento antes de cocinarlo para no envenenarse. Primero hay que lavar el tubérculo durante varios días en el río para que salga el cianuro; luego se pela y se deja secar en el suelo, antes de molerlo y convertirlo en harina. Esa harina de mandioca frita en buñuelos es para muchos el único alimento.

Poco a poco se van apagando las hogueras y los desplazados intentan dormir entre un calor sofocante. En pocas semanas empezará la temporada de lluvias y estos últimos días son muy calurosos.

LOS DIAMANTES NO DAN DE COMER

El sur de la RCA había sido siempre una zona rica, dentro de un orden. Con fronteras con Camerún y Congo, esa región es rica en oro y diamantes, además de exportar madera a sus países vecinos. Boda, la ciudad más grande de la zona, con 25.000 habitantes y a 200 kilómetros al sur de la capital, Bangui, era una especie de reducto en medio de la pobreza. Era una ciudad próspera que tenía hasta luz eléctrica.

Sin embargo, la crisis de los países ricos cayó como una losa sobre esta ciudad y sobre sus ciudadanos. En los años boyantes, miles de personas habían dejado sus huertos o sus escuelas para trabajar en la mina y les había ido muy bien. Ganaban lo suficiente como para vivir bien, cambiar el tejado de paja de su casa por otro de zinc, comprar una moto y olvidarse de su granja o de sus estudios.

Cuando Estados Unidos y Europa entraron en recesión, el mercado de diamantes se vino abajo de un día para otro. No solo cayeron los precios a más de la mitad, sino que se frenó la demanda. La mayoría de las minas cerró y las que se mantienen abiertas trabajan a medio gas.

En Boda, nadie quiere hablar de las minas. Saben que los diamantes construyeron y desarrollaron la ciudad, y que ahora no dan para comer. Cientos de jóvenes que dejaron de estudiar deambulan ahora por las calles buscando trabajo, mientras familias enteras sufren las consecuencias del fin de la gallina de los huevos de oro.

La gendarmería de las minas es un pequeño edificio de ladrillo y tejado de zinc en una calle céntrica de Boda. Hay que esperar casi una hora a que llegue el comandante, a pesar de tener cita concertada. Estamos en África. Él tiene que autorizar la visita a una de las pocas minas abiertas a las afueras de la ciudad.

De entrada, todo parece muy difícil; imposible. Debíamos de haber solicitado un permiso en Bangui y eso puede tardar tres o cuatro días. "Lo dice la ley y no podemos eludirla", dice antes de empezar un largo silencio. "¿Algo se podrá hacer?". Esa pregunta, con la cartera en la mano, endulzada con "me imagino que se podrá solucionar con alguna tasa...", suele dar resultados en los países en los que la corrupción forma parte de la vida cotidiana.

Por supuesto, algo se pudo hacer. Y en menos de una hora, un funcionario de la gendarmería de las minas llamado Emmanuel, vestido con chándal y un Kaláshnikov al hombro, hacía de guía y guardián al todoterreno que avanzaba hacia las minas de Bena Bele, situadas a 15 kilómetros de Boda.

Las minas son a cielo abierto y tienen un aspecto de enorme charco de agua y barro en donde 200 obreros se mueven como hormigas, moviendo la tierra a paladas de un charco a otro. En lo alto, una especie de tenderete con una esterilla en el suelo, en la que se sientan tres musulmanes que dan órdenes a los vigilantes. Tahir Charif dice ser el dueño de la mina, o el responsable, no queda muy claro. Lo que sí queda claro es que allí es el que toma las decisiones.

"Aquí trabajan unas trescientas personas todas las semanas", explica Tahir. "Llegan los domingos por la noche, duermen en el campamento y empiezan a trabajar el lunes a las seis de la mañana. Hacen turnos para que haya siempre 200 personas excavando. Están hasta el sábado, en que vuelven a Boda. La semana siguiente viene un grupo diferente, porque esta es de las pocas minas que siguen abiertas".

El trabajo es duro. Muy duro. El enorme agujero de barro está a unos cincuenta metros del cauce del río, por lo que el agua sale del suelo a cada paletada. De eso se trata. Hay que ir acotando pequeñas parcelas de agua, a unos cinco metros de profundidad, en donde cribar las piedras y buscar los diminutos diamantes.

Samuel no debe tener más de 15 o 16 años, aunque asegura tener 18. Acaba de subir del agujero y va a descansar un poco. Viste solamente un traje de baño moderno y ceñido y entrega la pala al que le sustituirá en el hoyo. "El trabajo es muy duro", dice, "pero es un trabajo y pagan. Solo puedo venir una semana al mes como mucho y me sacó 1.000 francos de la RCA al día (unos 10 euros a la semana). Con eso ayudo en casa, porque tengo siete hermanos y mi padre ya no encuentra trabajo en las minas".

"¿Cómo son los diamantes?".

"No lo sé. Yo nunca he visto ninguno. La mayoría de nosotros solo excavamos la tierra sin parar. Luego llegan otros, los de confianza, que trabajarán en la zona acotada en busca de los diamantes. Nosotros solo excavamos, descansamos un poco y volvemos a la pala. Si paramos, nos echan. Aun así, tenemos que estar contentos porque sacamos unos miles de francos cada vez que nos contratan".

Tahir sigue dando instrucciones a jefes, jefecillos y vigilantes, que se ocupan de que todo funcione según lo previsto. "Hoy no sacaremos diamantes", explica. "Estamos acotando tres o cuatro zonas para mañana empezar la criba. Solemos obtener unos 200 diamantes a la semana. Cuanto más grandes sean, más dinero sacaremos. Pero como los precios han bajado un 60% desde 2007, ya no contratamos a tanta gente".

Además de las minas grandes, antes había pequeñas explotaciones en algunos de los ríos de la zona. La gente buscaba oro y diamantes para venderlos a los grandes propietarios. Pero ya no hay mercado. Y la ciudad de Boda ha ido empobreciéndose poco a poco, hasta ser un pueblo más de los muchos que luchan por sobrevivir en la RCA.

2.500 NIÑOS DESNUTRIDOS

Con la pobreza llega la desnutrición a los niños. Es la eterna historia de África. Hace menos de un año, la sección española de Médicos Sin Fronteras recibió la alerta del Ministerio de Sanidad de la RCA. Durante una campaña de vacunación habían detectado múltiples casos de desnutrición aguda infantil. La cosa parecía sería. Y lo era. Por eso, en agosto de 2009, MSF montó un centro hospitalario en Boda y 10 pequeños centros en los poblados cercanos. Lo que se planteaba como una acción temporal de tres meses tiene visos de permanecer en el tiempo, porque hay más de 2.500 niños atendidos por desnutrición aguda en la zona.

El centro de desnutrición de Boda está en el centro de la ciudad. Grandes tiendas de campaña de lona conforman unas instalaciones que nacieron como provisionales, pero que llevan camino de convertirse en indefinidas, junto a los barracones del viejo hospital. Hoy hay unos cincuenta niños tratados por desnutrición. Cada tienda cobija a 10 niños en colchonetas de plástico con mosquiteras que cuelgan del techo.

Solange no sabe cuántos años tiene. No más de 10. Tiene en brazos un bebé de ocho meses, su hermano, que lleva 33 días ingresado. Su madre murió hace tres meses, no sabe de qué, y ella, que es la hija mayor, se ha tenido que hacer cargo de su hermanito, mientras su padre permanece en el poblado, a cuatro horas de Boda, trabajando el campo y cuidando a los otros tres hermanos.

Ella lo lleva con naturalidad. Hace lo que ve hacer a las otras madres. Lava al bebé, lo mece, lo lleva a la consulta del médico y le da las medicinas. Lo que no puede es calmarlo, como las otras madres, dándole el pecho. Pero le da el biberón, que viene a ser lo mismo.

Hoy Solange está contenta. Acaban de pesar a su hermanito y la báscula ha marcado 4,3 kilos. Cuando llegue a 4,5 podrá volver a casa. Llegó con un peso de 3,8 kilos y durante tres semanas no ganó prácticamente nada. Pero ahora lleva 10 días ganando peso y, aunque sus brazos sigan siendo esqueléticos, su metabolismo está respondiendo a la leche terapéutica.

"Se salvará", dice Baidoje Roskand, 33 años, médico responsable del centro. "Aunque llegó con un grado de desnutrición, lo trajeron a tiempo, y aunque le ha costado recuperarse, ya ha pasado el peligro. Pronto le daremos el alta".

El doctor Roskand es de Bangui y dirige el centro de desnutrición desde que se abrió en agosto de 2009. Explica que la situación ha mejorado, pero que no hay que bajar la guardia. "La desnutrición ha llegado de repente, a medida que la población no tenía dinero y se ha limitado a comer mandioca", dice. "Además, muchos casos surgen después de una malaria, que les deja sin fuerzas. Lo que no sabemos es cuántos niños mueren en el campo".

También está en el límite un minúsculo bebé de apenas tres meses en brazos de su joven madre, Zenabo, que con 19 años parece asustada. El niño no ganaba peso. Ella está también desnutrida y se aferra a su primer hijo, mientras su marido, vendedor ambulante, se ha quedado en el poblado. Los trajeron a Boda hace 10 días. Y el bebé ha ganado un poco de peso, pero no suficiente.

Por lo menos, tiene a su madre a su lado. El doctor Roskand cuenta que hace una semana llegó al centro una mujer con un bebé de pocos meses en un estado realmente crítico. "Os lo dejo, porque tengo que ir a cuidar a mis otros tres hijos", dijo la madre. "Pero se va a morir", le dijeron. "Qué le voy a hacer", contestó la madre, "tengo que salvar a los más fuertes". El bebé murió.

La desnutrición afecta a 55 millones de niños menores de cinco años en todo el mundo. Una enfermedad que acaba con la vida de nueve niños cada minuto.

EN MEDIO DE NINGUNA PARTE

"La fuerza divina y la brujería están muy unidos en África. Likundu es la palabra que utilizan para explicar las cosas que suceden. Las enfermedades, incluso la muerte, se explican muchas veces por un maleficio de brujería que le ha enviado algún enemigo. Es una creencia generalizada que explica lo inexplicable". Quien así habla es el padre Adelino, un misionero comboniano de origen italiano que lleva 35 de sus 67 años en la RCA.

A su juicio, la magia negra impide progresar a este país y a muchos de África. "El likundu está presente en todos los ámbitos de la sociedad", añade Adelino, "de forma que ninguna enfermedad se considera que ha partido de causas naturales, sino de algún maleficio. Aunque el likundu está prohibido por la ley, todo el mundo acude a los brujos en busca de soluciones, aunque luego sean linchados por la turba cuando conviene. Es una tierra de enormes contrastes".

La iglesia de los misioneros combonianos se alza erguida a las afueras de Boda. Estos sacerdotes italianos llegaron a la RCA en los años setenta para quedarse. En la misión de Boda hay dos sacerdotes italianos, Adelino y Aurelio, 59 años, que conocen bien el país. "La RCA lleva años yendo para atrás", explican los dos quitándose la palabra. "Hay una regresión en todos los ámbitos de la sociedad. El pueblo no ve ningún futuro y nadie es capaz de proyectar un sueño para el país y sus ciudadanos. Se conforman porque ahora viven en una paz relativa, aunque la violencia sigue presente en todo el país".

"Además, la corrupción ha llegado a todos los niveles. Aquí, en el sur, la población vivía antes de la agricultura y subsistían de forma modesta, pero sin hambre. Cuando llegó la fiebre de los diamantes, dejaron el campo y se pusieron a buscar piedras preciosas. Era un dinero fácil. Piensan que el diamante es una creación del diablo y el dinero que obtienen lo gastan rápidamente. Cuando ha llegado la crisis, esta ciudad se ha vuelto pobre".

El intenso olor a la mandioca puesta al sol para secarse inunda las inmediaciones del mercado de Boda. Cuando se llega a los puestos del mercado, ese olor se mezcla con el del pescado o la carne llenos de moscas. Las mujeres aguardan sentadas en sus puestos, charlando, con niños en brazos, a que alguien se acerque a comprar o a cambiar productos para subsistir.

De vuelta a la calle principal, aparece un enorme edificio con un cartel envejecido: "Estación eléctrica de Boda. Inaugurada el 30 de marzo de 1996 a las 11 horas". Una estación de gasóleo que, por supuesto, no está en funcionamiento por falta de combustible. Como el propio país. Allí no funciona casi nada y tampoco se espera que lo haga.

La vida transcurre cansinamente, sin objetivos ni esperanza. Hay que pasar el día, la semana, el mes o el año... la temporada seca y la de lluvias, esperando sobrevivir a la violencia o las enfermedades. "La única esperanza de futuro son los niños, que siguen mostrando su alegría y sus ganas de vivir", dice el padre Aurelio. "Cada familia tiene cinco o más hijos, y en algún momento ese nuevo ejército cambiará el país".

En el campo de refugiados de Kabo, los niños sobreviven en condiciones difíciles pero algo más seguras.
En el campo de refugiados de Kabo, los niños sobreviven en condiciones difíciles pero algo más seguras.Bernardo Pérez
Una enfermera atiende a un niño en el centro para niños desnutridos de Boda.
Una enfermera atiende a un niño en el centro para niños desnutridos de Boda.Bernardo Pérez
El enfermero Etiene Lengue es el responsable de pediatría en Batangafo. A Qussi, la madre, le han dicho que sus gemelas se han curado.
El enfermero Etiene Lengue es el responsable de pediatría en Batangafo. A Qussi, la madre, le han dicho que sus gemelas se han curado.Bernardo Pérez
La hija menor de Michel Kotanginsa llora tras conocer que los análisis demuestran que está aquejada de la enfermedad del sueño.
La hija menor de Michel Kotanginsa llora tras conocer que los análisis demuestran que está aquejada de la enfermedad del sueño.Bernardo Pérez
Unos pescadores en el río Qubangi, cerca de la frontera con Camerún.
Unos pescadores en el río Qubangi, cerca de la frontera con Camerún.Bernardo Pérez
Niños y mujeres sacan agua de los pozos en el campo de refugiados de Kabo.
Niños y mujeres sacan agua de los pozos en el campo de refugiados de Kabo.Bernardo Pérez
Un obrero trabaja en una mina de diamantes de Boda.
Un obrero trabaja en una mina de diamantes de Boda.Bernardo Pérez

50 años de golpes de Estado

La violencia forma parte de la historia de la República Centroafricana. Un país que obtuvo su independencia de Francia hace 50 años y que unos meses antes asistió atónito a la muerte en un supuesto accidente de avioneta del padre fundador de la República, el sacerdote Barthélemy Boganda. Franceses, belgas, alemanes y británicos competían en el siglo XIX por esa franja del África profunda, que terminarían repartiéndose. Los belgas se quedaron con el Congo, los alemanes con Camerún y los franceses con RCA.

Desde su independencia, se han sucedido los golpes militares. David Dacko fue el primer presidente (1960) del país, pero fue derrocado cinco años después por su primo, Jean-Bedel Bokassa, que suspendió la constitución y cambió el nombre del país por Imperio Centroafricano e inició una sangrienta dictadura militar, caracterizada por la represión y su enriquecimiento personal. En 1979, fue derrocado por un golpe de Estado apoyado por Francia, que repuso al ex presidente Dacko, hasta 1981 en que se produjo otro golpe del general André Kolingba (1981), que se mantuvo en el poder hasta que, después de muchos intentos frustrados, en 1993 se celebraron unas elecciones democráticas ganadas por Ange-Félix Patassé. Se inicia entonces una etapa de duros enfrentamientos étnicos e intentos de golpes de Estado, aunque Patassé consigue mantenerse en el poder y volver a ganar las elecciones en 1999.

En 2001 se produce un fallido golpe de Estado, reprimido por el presidente Patassé, con ayuda de la República Democrática del Congo y de Libia. Aparece entonces en escena otro general, François Bozizé, al que Patassé acusa de estar preparando un golpe y huye al Chad en 2002. Al poco tiempo, Bozizé volvió a RCA con sus tropas y se alzó con el poder. En 2003, Bozizé convocó elecciones y las ganó, sin que Patassé pudiera presentarse. El país tiene una nueva Constitución y Bozizé ha prometido elecciones antes de fin de año.

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