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Columna
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¡Felicidades, Gran Vía!

La Gran Vía es femenina, con curvas, empinada, sinuosa. Según nos situemos, la perspectiva será diferente, como si los edificios se doblaran para dejar entrar lo mejor de la luz o alguna hermosa fachada a lo lejos. Y si se mira para arriba en los días de sol los cristales de las ventanas parecen espejos enviándose señales unos a otros. Tras los espejos hay academias, clínicas, despachos de abogados, de detectives, hostales, habitaciones de hotel, apartamentos, oficinas y mucho más. Y abajo aún nos podemos encontrar alguna tienda con flamencas, toros, mantones y damasquinados, que nos hace preguntarnos cómo veríamos esta calle si fuésemos turistas. Yo particularmente nunca me sentaría en una terraza entre torrentes de gente que pasa sin cesar y codo con codo con los coches. Sus aceras están hechas para andar, para moverse, y si es verano, bajo la sombra de los propios edificios porque no hay árboles. Se ha intentado instalar algo de verde con jardineras aquí y allá, pero la Gran Vía rechaza el verde, no necesita esconderse tras el follaje, es lo que es. Tiene ese toque popular que hace que todo el mundo sea de la Gran Vía. Especialmente ahora que cumple 100 años. Qué no habrá ocurrido aquí, qué no se habrá visto en estas aceras llenas día y noche.

Qué no habrá ocurrido aquí, qué no se habrá visto en estas aceras llenas día y noche

En esto iba pensando mientras paseaba el otro día por ella echándoles vistazos a los escaparates, hasta que al llegar al edificio de Telefónica se abrió una gran puerta giratoria a mi paso que me dijo, entra, y entré lentamente sin saber bien qué hacía allí. Era una tarde extraña, entre plateada y rosa, tormentosa sin tormenta, melancólica. Daba la impresión de que el cambio climático se iba a producir de un momento a otro y que nos iba a pillar en la calle. En la acera había un grupo de jazz tocando y los transeúntes pasábamos a su lado con nuestros mejores andares como si estuviéramos en el rodaje del final del mundo y no quisiéramos estropearlo.

Este sería un momento tan malo como otro cualquiera, pensé mientras me dejaba tragar por la puerta giratoria hasta la exposición que acogen estas instalaciones de teléfonos de distintas épocas y todo lo referente al principal invento de nuestra civilización después de la luz. Todos los modelos, aunque fuesen muy antiguos, me resultaban familiares porque los había visto en el cine. Ese aparato con un gancho al lado que parecía una prolongación de la mano de Cary Grant o Humphrey Bogart. O las telefonistas de El apartamento, de Billy Wilder. Precisamente hay una reproducción muy emotiva en esta muestra de una larga centralita con clavijas y luces rojas y verdes y las operadoras sentadas en fila y uniformadas en las posturas más cómodas que podían adoptar para que no se les hinchasen las piernas. Detrás de ellas, en un pupitre aparte, una encargada vigilaba su trabajo, ¿tal vez para que aquellas chicas que tanto han llenado la pantalla con sus voces cruzadas y sus dedos ágiles y su profundo conocimiento del ser humano no escuchasen más de la cuenta? Eran unas expertas en la voz. La voz es lo que llega más lejos de una persona. Es como su espíritu y nunca cambia tanto como el cuerpo. Quizá por eso lo que al final quedan en las casas y castillos embrujados son las voces de sus habitantes. Ahora, en cambio, preferimos no comprometernos con la voz y escribir mensajes.

Seguí adelante. Tenían algo nostálgico los grandes teléfonos negros de Crimen perfecto y los blancos de Confidencias de medianoche. Pero lo más impresionante fue entrar en una habitación en que se levantaban imponentes bloques metálicos con cables y palancas. Era una central antigua en que se veía cómo por una mínima llamada se ponía en movimiento todo un universo de piezas que iban chocando unas con otras. Y esto sucedía tanto si la llamada servía para salvar una vida como para cualquier tontería, como si el universo fuese ajeno a lo que consideramos importante, y como si nosotros fuésemos ajenos al complejo engranaje que entra en funcionamiento con cualquier acción, con cualquier palabra o mirada. Pero ahora estamos acostumbrados a no ver la gran complicación que hay detrás de la vida. Si nos diésemos cuenta quizá nos frenaríamos en el empeño de hacerla difícil y angustiosa. De hecho, en los modelos de central actuales todo es más rápido, fluido, más invisible, como si no pasara nada. Y, sin embargo, pasa.

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