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Columna
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Judt y los otros

Rosa Montero

Los medios de comunicación reflejan sobre todo la vida pública de un país, y esa vida suele ser mediocre, convencional y más bien mentirosa, incluyendo, por supuesto, las palabras que tecleamos los articulistas. Pero a veces, en mitad de toda esa farfolla, aparece un testimonio veraz que estalla como un rayo, iluminando un instante la oscuridad con su luz desnuda y cegadora.

Eso sentí hace unos días cuando leí en EL PAÍS el primer artículo del historiador británico Tony Judt, que, prisionero a los 61 años de su paralizado cuerpo a causa de una esclerosis lateral amiotrófica, cuenta su lentísimo suplicio con formidable limpieza emocional. Pero no sólo es hermoso y aterrador el texto de Judt, sino también la cola de comentarios de los lectores en Internet. Son cartas escritas poniendo el corazón en cada palabra, frases en carne viva de otros enfermos o de familiares de enfermos. "Con mi madre", escribe una, "pude comprobar que, por desgracia, el ser humano acaba acostumbrándose a casi todo". Ah, cómo remueven, cómo abrasan todas esas palabras verdaderas, tan verdaderas que nos pillan deshabituados.

Ante casos así, como el de Stephen Hawking, por ejemplo, intentamos cerrar los ojos y sólo ver el milagroso brillo de las estrellas que le caben en la cabeza. Pero luego Judt, o esos lectores, o gente como el mallorquín José Antonio Fortuny, de 38 años, paralizado por una atrofia muscular y autor de un libro asombroso en donde cuenta su historia (Diálogos con Axel, Círculo de Lectores), nos hablan de lo real con sus palabras de fuego y de plomo: de la falta de investigación en estas enfermedades (mientras se derrocha en la gripe A); de la necesidad de regular la eutanasia; del increíble deseo de vivir, a pesar de todo; y de que la pena es pura y es sagrada, como le dijo un día una nonagenaria al escritor Paul Theroux.

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