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Columna
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La muerte de los principios

El debate político-mediático en Cataluña y en el resto de España -ahí apenas opera el fet diferencial- se asemeja cada vez más a un tiovivo viejo y oxidado: los caballitos, desconchados, ruedan siempre en el mismo orden, y la música, aunque ensordecedora, no acalla el chirrido de los engranajes. Transmutados en charlatanes de feria, ciertos políticos vociferan a diario justo aquello que creen que el público quiere oír, y la altisonante propaganda oficial apenas camufla sus incongruencias y contradicciones internas. Pero, comoquiera que el auditorio es diverso y las opiniones plurales, los partidos acaban pregonando una cosa y la contraria, en un cínico ejercicio que fía su éxito en la complicidad gremial del adversario y en la estulticia del populacho.

Se impone la táctica del 'catch-all party', el adiós a las ideologías. El doble lenguaje de los partidos explica su descrédito

Es así, con mentiras, medias verdades y discursos hueros diseñados de cara a la galería, como la política deviene una repetición de eslóganes y tópicos, un bucle cansino de exabruptos y reproches, una noria falsaria que de tanto girar sobre sí misma se condena al repudio ciudadano. Por caricaturesco que parezca, los episodios recientes de Vic y Ascó respaldan la fidelidad de esta cruda descripción.

Con pretexto o sin él, cíclicamente algún partido -generalmente de la derecha- activa el resorte psicológico del rechazo a la inmigración... ilegal, aunque la coletilla sea sólo para guardar las formas. A continuación, su rival -que gusta definirse de izquierdas- lo tacha de xenófobo y abandera el discurso de la integración. Al final, el que gana las elecciones acaba poniendo trabas a los inmigrantes cuando la situación económica o las encuestas así lo aconsejan.

En 2002, en vísperas de unas elecciones municipales y autonómicas, el ascenso en Francia del ultraderechista y xenófobo Jean-Marie Le Pen llevó al Gobierno del PP a acuñar el falaz binomio inmigración/delincuencia, cuando el único maridaje indisoluble es el que une clandestinidad y marginalidad. El PSOE, entonces en la oposición, se llevó las manos a la cabeza; CiU, en su día adalid del papeles para todos, propuso después imponer un carnet por puntos a los inmigrantes; Mariano Rajoy plagió la idea en 2008 con un tuneado "contrato de integración", y José Luis Rodríguez Zapatero, que abominó de esa propuesta, endureció su política migratoria tras constatar que la firmeza del PP había hecho mella entre el electorado socialista. El Gobierno del PSOE abogó entonces por combatir, cómo no, la inmigración ilegal, pero paradójicamente cegó la única (y tortuosa) vía administrativa que permitía regularizar, por ejemplo, a las empleadas del hogar.

El último capítulo de la instrumentalización del extranjero como arma electoral no se ha inspirado en ningún ultra francés, sino en un franquista catalán cuyo auge ha hecho perder los papeles a las autoridades de Vic. El alcalde, de CiU, en connivencia con sus socios del PSC y ERC, amenazó primero con delatar a los sin papeles para lograr su expulsión; luego, con excluirlos del padrón, aun garantizándoles el acceso a la sanidad y la educación, y al fin, cuando hubo de rectificar, reconoció en estas mismas páginas que su verdadero propósito es dejar de prestar servicios a los inmigrantes.

La fallida maniobra de Vic ha servido, en todo caso, para que supiéramos que otros muchos municipios venían entorpeciendo el ingreso de los extranjeros en el padrón. Y también para que el PP y CiU, con mayor o menor sutileza, aboguen por endurecer la ley -la misma, por cierto, que los nacionalistas votaron el mes pasado en el Congreso- con el muy sesudo argumento de que "aquí no caben todos". Por ahora, los socialistas les afean la conducta, pero la experiencia indica que no tardarán en abrazar sus postulados.

A ese afán de contentar a todos por igual responde también el vodevil del cementerio nuclear. El alcalde popular de Yebra (Guadalajara) lo quiere para sí, mientras la dirección del PP se opone pero le deja hacer. El alcalde convergente de Ascó y sus aliados socialistas, también, y mientras CiU se niega en público y lo autoriza en privado, el PSC calla. Es la táctica del catch-all party: para no perder ningún voto se abraza una ideología y la contraria, lo que equivale a prescindir de toda ideología. Muertos y enterrados los principios, lo extraño es que sólo un 30% de los catalanes perciban la política como un problema.

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