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Columna
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La Inmaculada Constitución

Nathaniel Hawthorne murió en la más absoluta de las miserias, y cuando vio llegada la hora definitiva hizo que sus escasos amigos le llevaran una botella de champán, dio un sorbito y musitó: "Creo que estoy muriendo por encima de mis posibilidades". Algo parecido es lo que le puede pasar al actual Gobierno valenciano, si no al Consell mismo como institución, a poco que los empleados de Ciegsa sigan cobrando una media de 47.000 euros a cambio de llenar la geografía escolar de barracones mientras esta comunidad sigue liderando (lo único, en realidad, que lidera) las cifras de parados, o si la sección de proyectos emblemáticos se empeña en seguir adelante con ese fastuoso proyecto de levantar las cuatro torres calatravianas que acabarán por hundirnos ya del todo, tanto en lo económico como en la todavía necesaria armonía visual de la ciudad de Valencia, más maltrecha y segmentada con cualquier operación de gran calibre. La finalmente desdichada figura de Sansón se impone en estas circunstancias, aunque se ignora qué diabólica Dalila lo alienta.

Tampoco carece de interés la celebración del puente de la Inmaculada Constitución, que en efecto se celebra como un puente festivo cuyos frecuentadores huidos de las ciudades a toque de corneta pretenden olvidar esa arbitraria conjunción de festividades, incluso el origen que las propicia, a cambio de disfrutar del ajetreo de un descanso en el que la efemérides de la Constitución pinta todavía menos que la Inmaculada, uno de los mitos más salvajes de la Iglesia Católica. A fin de cuentas, en lo que a puentes y fiestas se refiere, cualquier frecuentador de los Sanfermines o de las Fallas, incluso del Rocío si me apuran, saben perfectamente a lo que van, como lo saben los botelloneros de fin de semana: a divertirse con la cuadrilla, ponerse ciegos como sea y montar bronca hasta donde sus fuerzas se lo permitan, y mañana será otro día, aunque los vecinos que prefieren no participar hayan de conformarse con el desairado papel de alumnos no presenciales.

Y así vienen a ser las fiestas colectivas, y al que no le gusten, que se joda. Lo digo también por las engorrosas navidades que están ya a la vuelta de la esquina, si es que no han entrado ya en nuestras casas, y que tanto agradan a nuestros inocentes niños. No basta con que en los supermercados cambien la música ambiental de Ana Belén por una interminable colección de villancicos, lo que no sé qué será peor, sino que encima todo está iluminado como si fuera precisamente Navidad. Y no se preocupen los parlamentarios del PP: todavía no consta que Rodríguez Zapatero tenga la intención de estrangular a Papá Noel ni de crear un comando especial para destrozar los belenes domésticos.

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