El pesado estigma de la frialdad
Nadie dijo que el oficio de diva fuera sencillo. Hay que practicar, pulir las maneras, perfeccionar el gesto hasta que se torna imperturbable. Diana Krall conoce bien las claves para convertir el jazz -música carnal, angulosa e impregnada de humo y sudor- en un perfecto easy listening que no moleste a los pabellones auditivos más pulcros, delicados y propensos a la inflamación. La sensualidad recae en la ondulación de su hermosa cabellera rubia. Todo lo demás, empezando por su música, nos termina dejando fríos como un témpano.
A Krall se la referencia por su doble condición de pianista y cantante, pero ella parece la primera interesada en que la tomemos por un producto: una manufactura de empaquetado finolis con hueco en el mercado de esos consumidores que juegan al golf, departen un par de veces al día con su asesor financiero y asisten a cursillos acelerados para distinguir un caldo australiano y otro de California. Por todo ello no sólo las entradas cuestan un congo, sino que el patrocinio de la gala corre a cuenta de esa marca de relojes sibaritas.
DIANA KRALL
Diana Krall (voz, piano), Anthony Wilson (guitarra), Ben Wolfe (contrabajo), Karriem Riggins (batería). Palacio de Congresos.
De 77,5 a 92,5 euros.
Lleno (1.800 espectadores).
Pasado el rato, el 'Cheek to cheek' nos consigue pellizcar el estómago
El ejercicio de modosa pulcritud culmina a la hora y media exacta
Para no dar puntada sin hilo, el último disco de la dama, Quiet nights, se ofrece en los prolegómenos por el patio de butacas (a veinte euros) y los músicos acceden al escenario mientras aún suena en la sala Toledo, la prodigiosa melodía de Elvis Costello y Burt Bacharach. Imaginamos que se trata de promocionar al marido; lo malo es que terminaremos extrañándolo. Porque ni el Costello de los días tontos -el de su reciente álbum de bluegrass, verbigracia- suena tan indolente como, demasiadas veces, su santa esposa.
La canadiense ha tardado muchos años en convencerse de que ella también sabía garabatear notas en el pentagrama, así que su repertorio sigue nutriéndose de clásicos más o menos inmarcesibles. La recreación es un arte noble, sin duda; sólo que ella lo ejerce como aquellos realizadores bonachones que se especializaban en películas toleradas. Hasta se afana en que sus chicos (y ella misma) toquen bajito, acaso temerosa de infringir alguna ordenanza municipal de ruidos.
Todo es pudoroso, aséptico o, aún peor, hierático. Es difícil estropear del todo una pieza como I've grown accustomed to his face, pero asombra comprobar cómo el zarpazo canalla de Tom Waits en Temptation se convierte aquí en una sucesión de arrumacos dignos de una noche loca junto a a Winnie the Pooh.
Tiene que transcurrir casi una hora para que, de repente, la lectura de Cheek to cheek nos pellizque en el estómago, agite por un momento la conciencia adormecida. De pronto hay algo de carne, de vértigo; el piano ya no suena como el de esa niña aplicada que, a petición de mamá, se pasa la tarde complaciendo a las visitas. Hasta entonces la dama del vestido azulgrana se ha conformado con pasar el rato acariciando las teclas y combatiendo el pesado estigma de la frialdad con tiernas anécdotas sobre sus gemelos ("Dexter y Frank quizás estén ahora pintarrajeando las paredes del hotel") o simpáticas alusiones a lo bueno que es el vino tinto para combatir la carraspera.
El ejercicio de modosa pulcritud culmina a la hora y media exacta. Así son los conciertos con tarifa prémium: el minuto de música en vivo sale por un euro y cuando se encienden las luces nadie dice ni mu.
Justo antes de todo ello, esta mamá amantísima que sueña con escribir un libro sobre "viajar con niños" ha desgranado The boy from Ipanema y, como colofón, Everytime we say goodbye (lo han pillado, ¿verdad?). Lo de Cole Porter, bueno, pase; pero esa manía de recurrir una y mil veces al mismo repertorio brasileño nos tiene ya un poco fritos. Lo siguiente será, ya verán, un disco con repertorio infantil. O de villancicos. Y lo más dramático del caso es que a partir de ahora podrá objetar que hasta el mismo Dylan también lo ha hecho.
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