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Medidas contra la crisis
Columna
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Leña al capital 'porno'

Xavier Vidal-Folch

Las viejas chimeneas, los rutilantes supermercados y las pantallas de plasma encierran una sensualidad común. Encarnan el capital productivo, factor esencial, con el trabajo, del erotismo del bienestar y el progreso, sin excluir crueldades episódicas.

A su flanco está el capital financiero: excelente cuando acaba impulsando la economía real; delictivo si es disfraz o destino de redes criminales; obsceno, cuando, sobre el trampolín de la falta de regulación, desarbola impunemente el sistema económico, desnaturaliza las democracias y arruina a las poblaciones. La cumbre del G-20 ampliado que empieza hoy en Pittsburgh, tercera desde la gran crisis de hace un año, pretende atajar con nuevas reglas algunos de los ya añejos excesos del capital porno: de los paraísos fiscales a los desmesurados bonus de los altos ejecutivos bancarios. ¿Con suficiente ambición? ¿Con resultados satisfactorios?

¿Será tajante el G-20 con los paraísos fiscales, los 'bonus' de los banqueros y el dinero caliente?

La gran crisis internacional anterior a la presente se inició en Tailandia en 1997. Se generó por causas como el sobreendeudamiento y la heterodoxia bancaria de algunos países emergentes. Se agravó por las malas recetas de organismos como el FMI. Se multiplicó por el ataque contra sus monedas, activada por conspicuos especuladores internacionales operando con dinero caliente movido en el mapamundi al segundo: dos billones de dólares diarios, cuantía sólo algo superior al PIB español... anual.

¿Con qué instrumentos? Entre otros, operando a través de paraísos fiscales o centros off-shore (donde operan sólo los no residentes), que son utilizados en "la mitad de las transacciones financieras mundiales", calcula el profesor Óscar Mascarilla (Los "trilemas" de la globalización, CEI, Barcelona, 2003). Ese atentado a la estabilidad económica mundial fue posible a caballo de una liberalización (positiva) privatista (no tanto) de los movimientos de capitales, sin añadirles (nefasto) reglas de control público. Se dejó a los mercados la fijación de tipos de interés, se desarmaron registros y tasas aduaneras. Si entre 1986 y 2004, el PIB mundial se multiplicó por tres; los flujos transfronterizos de capital, por seis; y el intercambio de divisas lo hizo por nueve. Se dinamizó la inversión financiera en las economías emergentes y el comercio mundial, pero al mismo tiempo también se abrió paso a la especulación parasitaria.

La principal receta enarbolada contra esas olas especulativas fue la llamada Tasa Tobin, por quien la formuló ¡en 1971!, el Nobel norteamericano James Tobin. Suponía introducir un impuesto minimalista (0,1%) al movimiento del dinero caliente y saltimbanqui, para reducir oscilaciones en los mercados de valores e iniciar una timidísima política fiscal mundial. El impuesto habría inaugurado una era de transparencia para el dinero impune. Fue desechada. Y nadie, tampoco el G-20, la ha resucitado.

En la crisis actual, el lugar de los especuladores individuales lo ocuparon los bancos de negocios de Wall Street. A través también de los paraísos fiscales, empaquetaron y titulizaron sus hipotecas basura, las diseminaron por todo el orbe y contaminaron a la banca tradicional. Arruinaron a muchos y casi al sistema entero, salvado por la inyección masiva de recursos públicos.

Para evitar la repetición de esas desgracias, las dos cumbres del G-20 apostaron por un sistema global de supervisión financiera. Pero apostaron poco, algo más en la pesada UE que en los ágiles EE UU.

E impusieron a los paraísos el deber de información fiscal. Pero sólo a petición de parte: a demanda expresa del Estado donde el inversor debió tributar y no lo hizo, algo lento, farragoso. Un trasunto del método implantado en Europa en 2005 con la directiva del ahorro, que tardó seis años en aprobarse, alicortada. El paso necesario superior sería someter a tributación, siquiera mínima, a todos los capitales off shore.

Y ahora pretenden poner límites a los multimillonarios bonus de los ejecutivos bancarios, autoconcedidos bajo el lema "la codicia es buena" que acuñó en 1987 la película Wall Street. Con lógica impecable, pues distorsionan el buen fin del negocio, al primar el resultado a corto plazo, y por tanto los dudosos inventos basura de la ingeniería financiera, en detrimento del largo plazo y de la ponderación del premio según el verdadero resultado conseguido. ¿Qué alcance y profundidad tendrán esas medidas? Ésa es la cuestión. Es un ser o no ser para el capitalismo verdaderamente productivo.

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