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Columna
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El fin y el todavía

En los últimos tiempos se oye con frecuencia que ETA está acabada, finiquitada, muerta, kaput. Tan a menudo que seguramente muchos ciudadanos, al levantarse y oír en la radio el ruido y la furia de los nuevos atentados se asombran y se sienten como el personaje del microrrelato más famoso de todos los tiempos: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí". 50 años después, la mala bestia todavía estaba allí. Y puede seguir haciendo mucho daño.

En 1989, Francis Fukuyama adquirió gran notoriedad cuando, al calor de la caída del comunismo, anunció "el fin de la Historia". Después de los atentados del 11-S y del auge de la tesis del "choque de civilizaciones", alguien retomó el cuentito de Monterroso y escribió: "Cuando Fukuyama despertó, la Historia todavía estaba allí". Pero Fukuyama nunca había insinuado que los conflictos, las miserias o la violencia fueran a acabarse del todo, "sólo" que la Historia entendida como lucha entre ideologías había concluido, que ya no cabía una alternativa legítima a la democracia liberal y al mercado libre, ese marco genérico y perfectible al que irían acercándose todas las sociedades del mundo.

Dejando a un lado la discutible tesis de Fukuyama y todas sus ramificaciones, me parece que, mutatis mutandis, los que sostienen que ETA está acabada quieren decir algo parecido. Por supuesto, no hacen referencia a la voluntad de la banda, que seguirá causando temor, dolor, muerte, sino a la firmeza del marco que le hace frente. La afirmación de que ya está acabada (aunque ella o sus seguidores no lo sepan, no lo acepten) quiere decir: ahora sí; este camino sólo puede llevar, tarde o temprano, a su disolución. Se trata del camino trazado por el uso de todos los instrumentos del Estado de Derecho, por la firmeza, la constancia y la concordancia en el mensaje de que jamás, ni con éste ni con ningún otro Gobierno futuro, conseguirá ni el más mínimo rédito político. El camino lo desbroza también el desprecio explícito de gran parte de la sociedad vasca al terrorismo y el examen de conciencia que, de manera individual y colectiva, se hacen muchos ciudadanos vascos sobre su papel (a menudo de espectador miedoso, condescendiente o cobarde) en estos 50 años de terror.

Sin embargo, cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Algunos comentaristas sugieren que el discurso sobre una ETA agónica es contraproducente. En primer lugar, porque la realidad es cruelmente testaruda y nos muestra un muerto muy vivo. Después, porque ese tipo de discurso puede desmotivar la acción de la ciudadanía, al dar por sentado que se trata ya meramente de una cuestión policial y judicial. Y eso sí que sería penoso, porque sí hay una tarea que nos corresponde a todos los ciudadanos es la de contribuir, en nuestro pequeño ámbito familiar o laboral, a la desactivación de las exiguas excusas que sostienen a la bestia.

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