"Jamás imaginé lo que desencadenaría mi gol"
Los jugadores de la eliminatoria entre Honduras y El Salvador que provocó la 'Guerra del Fútbol' rememoran el trágico choque 40 años después - La clasificación para México 70 sirvió de pretexto a un conflicto con 6.000 muertos
"Hemos roto las relaciones con El Salvador. Posiblemente haya una guerra". El 27 de junio de 1969, nada más perder en la prórroga (3-2) sus opciones de figurar en el Mundial de 1970 tras tres partidos a sangre y fuego, el último en el Azteca de Ciudad de México, Armando Velázquez, coronel y a la sazón embajador de Honduras, adelantó a los futbolistas de su país la que se les venía encima. Apenas dos semanas después, del 14 al 18 de julio, los augurios del militar cobraron forma en la denominada guerra del fútbol -así la bautizó para la posteridad el reportero polaco Ryszard Kapuscinski-, uno de los conflictos más surrealistas de la historia, que, pese a durar menos de 100 horas, dejó entre 2.000 y 6.000 muertos según los distintos recuentos y alrededor de 15.000 heridos.
"Nos cayó una bomba casera que, por suerte, no explotó", recuerda el capitán hondureño
La muerte de una hincha salvadoreña que se pegó un tiro en el corazón incendió el ambiente
"La llamaron injustamente de esa forma. Fue un pretexto que nos pilló en medio. Jamás imaginé la repercusión que tendría uno de mis goles, lo que iba a desencadenar", cuenta el salvadoreño Mauricio el Pipo Rodríguez, que marcó el tanto decisivo a los 11 minutos del tiempo reglamentario en la capital mexicana, tras un fallo en cadena de los centrales y el portero. "Empezamos perdiendo, y empaté con un gol de chilena. Luego vino el 2-1, pero volví a igualar tras un centro del mediocampista Rosales, de volea. Pero para terminar una pifia de nuestros centrales nos hizo perder. No confiaban el uno en el otro... Los goles que concedimos siempre nos vinieron por ahí", relata Rigoberto la Shula Gómez. El hondureño, como tantos otros, insiste en que los combates "ya estaban arreglados. El fútbol no provocó esa guerra. Fue una excusa".
Asfixiada por un crecimiento demográfico desmesurado y por un puñado de terratenientes que controlaba prácticamente toda la tierra del Estado más pequeño de América Central, la junta militar salvadoreña, comandada por Fidel Sánchez Fernández, inició las hostilidades mandando sus aviones sobre Tegucigalpa mientras los soldados de a pie cruzaban la frontera. Honduras replicó de inmediato con campos de concentración para los 300.000 salvadoreños que trabajaban en su territorio. "A algunos los tenían recluidos en el estadio Nacional. Metían un tiro a una persona y decían que era salvadoreño. Y olvídate", afirma Miguel Ángel el Shinola Matamoros, con familia en los dos países.
En realidad, la mecha había prendido el 8 de junio, cuando los dos países disputaron la ida de la eliminatoria en la capital de Honduras. La Coneja Cardona, que se había hecho un nombre en el Atlético por su oportunismo en el área -en teoría era extremo-, dio la victoria al equipo local en el último minuto (1-0). "Faltaba nada para el final y estábamos a punto de conseguir nuestro objetivo, sobre todo si tenemos en cuenta que los hinchas apenas nos dejaron dormir en el hotel. Los cohetes y petardos reventaban casi en nuestros oídos", explica Rodríguez. Amelia Bolaños, una salvadoreña de 18 años, no soportó la humillación que su selección sufría al otro lado del televisor y, con la pistola de su padre, se pegó un tiro en el corazón. Fue la guinda que faltaba para incendiar el ambiente de cara al partido de vuelta, que se celebró una semana más tarde.
"Un diario, El Mundo de El Salvador, nos tomó una foto en el aeropuerto y luego nos pusieron un huesito en la nariz, como a los caníbales", apunta Gómez. Al igual que el New York Journal de William Hearst, que alimentó el enfrentamiento entre España y Estados Unidos en 1898 por la isla de Cuba, los medios de comunicación de ambos Gobiernos -los dos se acusaban de estar al servicio de Fidel Castro- echaron sal sobre la herida. "Llegamos un viernes, y la gente estaba tan alterada que suspendimos el entrenamiento y volvimos al hotel, el Intercontinental, de 10 pisos. Allí encontramos muchos aficionados, de colegios, con orquestas, bandas... El primer muerto, un chico salvadoreño que nos acompañaba, fue esa noche, a las dos, cuando salió del hotel. Lo agarraron a pedradas y vimos, a través de las puertas de cristal, cómo moría en la calle. Por la noche no quedaba un vidrio sano", relata el central Fernando el Azulejo Bulnes.
"Llegó un momento en el que de verdad temimos por nuestra vida. Una varilla de un cohete rompió el cristal de una ventana en la habitación en la que estaba con otros tres compañeros. También cayó una bomba casera, que por suerte no explotó", prosigue Tonín Mendoza, el volante y capitán hondureño con 21 años. La expedición decidió entonces refugiarse en la azotea hasta el amanecer mientras las barras esparcían por el interior del edificio huevos podridos, ratas muertas y trapos pestilentes. A primera hora del sábado los futbolistas se dividieron en grupos de dos y tres y, tras despistar a la turba, se escondieron en casas de algunos hondureños. "Nos fuimos porque la gente hablaba de tomar el hotel. Por eso nos marchamos. A mí me tocó con uno cuya mujer era salvadoreña, como los hijos. Notábamos en sus miradas, cómo explicarlo, una animadversión...", añade Mendoza. "Yo lo hice en casa del embajador. Andábamos huyendo como si fuéramos delincuentes. Nos dimos cuenta de que el asunto era muy jodido", continúa Matamoros.
Faltos de sueño y con los nervios desatados, preocupados por sus paisanos, a quienes vendían "bocadillos de mierda", los futbolistas hondureños se reunieron la mañana siguiente en el Intercontinental, desde donde fueron escoltados por el Ejército. "Metieron los buses en los que íbamos dentro del terreno de juego, donde cabían casi 40.000 personas, y nos dejaron enfrente de los vestuarios. La primera impresión es que el campo estaba lleno de soldados", señala Bulnes.
Los mensajes obscenos abarrotaban la grada del estadio Flor Blanca. "Ellos tenían al Conejo Liébana, y aparecía en una pancarta montado encima de la coneja Cardona", mascullan todavía impactados los futbolistas hondureños. "El juego se convirtió en una cuestión de amor patrio, tanto que se quemó la bandera de Honduras", añade Rodríguez. En lugar de la enseña se colocó un paño de cocina. Resuelta la batalla psicológica, El Salvador ganó 3-0, todos los goles antes del descanso.
Pocas veces una derrota fue recibida con tanto regocijo. "Fuimos terriblemente afortunados al perder", expresó con alivio Mario Griffin, el seleccionador hondureño. "En el descanso nos lo tomamos con filosofía... El mismo entrenador sabía que la cosa estaba muy jodida. Lo único que teníamos que hacer era cumplir. No podíamos hacer más. 'Hala, jugamos los 45 minutos y fuera', nos decíamos, porque sabíamos que habría un tercer partido. Entonces no había diferencia de goles, aunque nos metieran seis o 12 íbamos a jugar otro igual", apostilla Matamoros.
Rodríguez convirtió sus esperanzas en sueños vacíos y, tras eliminar a continuación a Haití, El Salvador debutó por fin en un Mundial. La escuadra de Bundio, al que cesaron poco antes, no tuvo mucho éxito: perdió sus tres compromisos, encajó nueve goles y no marcó ninguno. "Trabajamos seis meses gratis porque en la Federación decían que no había plata y, aun llevándolos al Mundial, no me dieron ni un caramelo. ¡Me echaron faltando 12 días para ir a México!", recuerda Bundio. "Espero que no tengamos otra guerra para que vayamos al Mundial. En 1970, con Honduras, y en 1982, guerra interna", concluye con un deje amargo Rodríguez.
Mientras, Mendoza prefiere pensar que el fútbol fue la mejor solución para apagar los rescoldos de un conflicto que, según la cultura popular, provocaron 22 hombres detrás de un balón. "Honduras rompió relaciones con El Salvador por 10 años. Para iniciarlas se organizó un partido. Lo que son las cosas, ¿no?".
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