La doctora que mató en la Concepción
Noelia de Mingo está ingresada en el Psiquiátrico Penitenciario de Alicante
La Fundación Jiménez Díaz está en obras. Al barullo normal de un hospital se suma un ir y venir de gente que no tiene muy claro por dónde se va al lugar que tienen que llegar. Un amable bedel repite con paciencia instrucciones a la entrada: "No puede subir por aquí, al fondo del pasillo hay otro ascensor", etcétera. Tiene respuestas para todo, pero no sabe dónde está el olivo que se plantó en homenaje a las víctimas de Noelia de Mingo, la médica residente que en abril de 2003, presa de un brote esquizofrénico, atacó a nueve personas, acuchillando hasta la muerte a una compañera, una paciente y un visitante. El bedel remite a las chicas de admisiones, pero ellas tampoco saben nada. La señora de la limpieza, lo mismo, y en información, igual. Pero el olivo se plantó, a propuesta de los estudiantes de la fundación, en un parterre del hospital. En la entrada trasera, junto al aparcamiento. Es un recuerdo pequeño y seco de una tragedia que hace seis años conmocionó a la ciudad y reavivó el debate sobre el tratamiento de los enfermos mentales.
Uno de cada cuatro presos en las cárceles sufre un trastorno mental
Noelia de Mingo padece una esquizofrenia paranoide. Su enajenación mental durante los hechos fue considerada una eximente completa y fue absuelta de los cargos. "Como medida de seguridad", continuó la sentencia, "procede acordar su internamiento en un centro psiquiátrico penitenciario por tiempo máximo de 25 años, no pudiendo aquélla abandonar el establecimiento sin autorización del tribunal".
De Mingo está internada, que no presa, porque es inimputable, en el Psiquiátrico Penitenciario de Alicante, uno de los dos centros, junto con el de Sevilla, previstos en España para este tipo de personas (en Cataluña, con las competencias transferidas, hay unidades de psiquiatría dentro de las cárceles). Hace un mes, el defensor del Pueblo, Enrique Múgica, pidió que se mejorasen las condiciones de estos centros: "Son los grandes olvidados y están igual que hace 20 años".
"Estos hospitales carcelarios tienen los sistemas de control, vallado y vigilancia externa propios de una prisión", explica, sin meterse en si son o no suficientes, Leopoldo Ortega-Monasterio, presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría Forense, que el próximo 5 y 6 de junio celebra, precisamente en Alicante, el simposio Criminología y enfermedad mental. "En el caso de De Mingo, el internamiento y tratamiento deben suponer un factor encaminado hacia la mejoría e incluso la posible curación definitiva de su enfermedad", afirma el psiquiatra.
La médica es una de las 35 mujeres internas en Alicante, junto a 369 hombres. Su caso estaba claro, era incapaz de distinguir el bien del mal, pero no todos los enfermos mentales que han cometido delitos están en estos psiquiátricos, porque no todos resultan inimputables (ni siquiera en casos de enfermedades graves como la esquizofrenia paranoide, que padece, por ejemplo, José Emilio Suárez Trashorras, condenado por el 11-M).
Según un informe elaborado por Instituciones Penitenciarias, uno de cada cuatro presos en las cárceles sufre un trastorno mental, y el 17% ya lo padece cuando entra en prisión. Igual que en los años ochenta el sida era el principal problema sanitario en las cárceles, hoy lo es la psicopatología. "La prisión se está convirtiendo en el recurso asistencial que no hay fuera. Se encierran personas que no han sido tratadas ni controladas en libertad", dice la directora de Instituciones Penitenciarias, Mercedes Gallizo.
Eso pasó con De Mingo, que dejó el tratamiento que le había prescrito un psiquiatra; además, a pesar de la preocupación de sus compañeros por su trastorno, los superiores del hospital dejaron que continuase trabajando (el centro, como responsable civil, pagó indemnizaciones de 1,2 millones de euros a víctimas y familiares). "Falla la sociedad, que crea angustias y enquista los problemas; además, cuando se cerraron los psiquiátricos no se creó una alternativa eficaz", dice Gallizo refiriéndose a la reforma psiquiátrica que desde finales de los ochenta ha ido cerrando los llamados manicomios, sustituyéndolos por otros recursos en los que no se "institucionaliza" al enfermo, sino que se le trata en sociedad. En principio, una solución más humana, pero que no llega a todos y que carga un peso demasiado grande sobre las familias y las cárceles.
Ortega-Monasterio es tajante: "Existe cierto dogmatismo, heredero de la antipsiquiatría, que niega la utilidad de los psiquiátricos. Habría que superar una moda falaz y recuperar el sentido utilitario y humanitario del hospital psiquiátrico".
Hay otro problema: la criminalización de los enfermos mentales, pese a que delinquen menos que la gente sana. "Sólo una minoría de los enfermos presenta peligrosidad social", asegura Ortega-Monasterio, "pero sus crímenes tienen gran resonancia en los medios". No es raro: son historias terribles, con víctimas en ambos lados.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.