Un edificio, un símbolo
Hay lugares, hechos, circunstancias, figuras, ungidos por una inmediata cualidad de símbolos: son lo que son y a la vez representan algo tan visiblemente que apenas pueden ser usados por la literatura de ficción, porque incurrirán con facilidad en la acusación de lo obvio. Lo pienso una mañana de sábado en el Cuartel del Conde Duque, viendo, con un nudo en la garganta, una exposición sobre la Facultad de Filosofía y Letras y la Ciudad Universitaria de Madrid en los tiempos de su breve esplendor, exactamente entre enero de 1933 y julio de 1936, entre la inauguración apresurada y parcial de un edificio que era una maravilla de la arquitectura más moderna y la erupción de un espanto que convirtió en ruinas esa misma arquitectura y en cementerio indigno y campo de batalla lo que había sido proyectado como una ciudad del saber. La obviedad de los símbolos sería inaceptable si no fuera porque se corresponde con los hechos históricos: el 15 de enero de 1933, el presidente Alcalá-Zamora y las más altas autoridades de la República inauguran la primera facultad de la Ciudad Universitaria, todavía en obras en su mayor parte. Otros edificios han sido proyectados en los polvorientos estilos historicistas que se siguen cultivando en la época: el de Filosofía, ideado por el joven arquitecto Agustín Aguirre, es una obra plenamente moderna, con espacios interiores amplios y grandes ventanas, con una terraza que da a la sierra de Guadarrama. Cada pormenor ha sido pensado para ajustarse a su función y para revelarla luminosamente; el arquitecto ha diseñado también las bancas, los rótulos de las aulas, las mesas de estudio, el mobiliario del bar comedor, en el que hay una innovación insólita en España, un autoservicio. Agustín Aguirre ha trabajado en un diálogo continuo y fértil con el decano de la facultad, Manuel García Morente, para quien la forma del edificio expresa sus propias ambiciones intelectuales y educativas: la universidad tiene que salir de la claustrofobia física de las viejas aulas en caserones oscuros y también de una enseñanza esclerótica anclada en los monólogos de los catedráticos y en la rutina de los exámenes aprendidos de memoria. García Morente y Agustín Aguirre han viajado por Europa pensionados por la Junta para la Ampliación de Estudios. El casticismo rancio del 98, con sus vanas divagaciones masoquistas sobre el Ser de España y el fatalismo de nuestro destino, lo han dejado atrás personas entusiastas y prácticas convencidas de que lo que España necesita es instrucción pública, higiene moderna, instituciones laicas, prosperidad económica y justicia social. García Morente quiere que los universitarios hablen idiomas extranjeros y practiquen deportes; Agustín Aguirre inventa un edificio que favorece a la vez el recogimiento y la expansión, con aulas luminosas y un montacargas para subir más rápido los libros de la biblioteca, con una claridad interior que es la del estudio riguroso y placentero y la de eso que Juan Ramón Jiménez llamó el museo de las ventanas: la posibilidad de levantar los ojos del libro y asomarse por la ventana al espectáculo de la vida común y de la naturaleza.
Es una obra plenamente moderna, con espacios interiores amplios y grandes ventanas, con una terraza que da a la sierra de Guadarrama Algunas de estas cosas aún podemos tocarlas: la forma moderna de las bancas, su madera que los años oscurecieron, la curvatura del brazo de un sillón...
Algunas de estas cosas aún podemos tocarlas: la forma moderna de las bancas, su madera que los años oscurecieron, la curvatura del brazo de un sillón, el cuero de su respaldo. Con la emoción de los objetos más frágiles que dan testimonio del tiempo porque se salvaron de él tocamos la superficie lisa de una pizarra o el hule quebradizo de un mapa, o vemos tras el cristal de una vitrina las hojas de un manuscrito de Ortega, una libreta de los apuntes que tomaba una alumna en la clase de literatura de Pedro Salinas, la foto de un pasaporte con el sello almenado de la República española, una papeleta de examen. La cercanía entre las cosas restituye vínculos que se extinguieron en el pasado lejano: en una vitrina hay un ejemplar mecanografiado de la tesis de una estudiante americana, Katherine Whitmore; un poco más allá está la primera edición de La voz a ti debida, con los poemas dedicados en secreto a Whitmore por el profesor Salinas. Los estudiantes llevan todos traje y corbata, se peinan con una raya recta, con frecuencia tienen gafas redondas; las chicas, menudas y sonrientes, son innumerables. En un ensayo incluido en el catálogo, José Gaos observa con agudeza que la presencia de las mujeres en la facultad civilizaba instintivamente a los varones. En el primer volumen de sus memorias, Julián Marías -sólo gracias al nombre reconocemos su cara de muchacho en una de las tarjetas de identidad universitarias- habla también de esa presencia nueva y fervorosa de las mujeres en las aulas.
Viendo la exposición me he acordado mucho de ese libro de Marías, Una vida presente, que, por algún motivo -pereza intelectual, imagino, prejuicio político-, casi nadie cita, pero que contiene uno de los testimonios más precisos y más llenos de observación y cordura que yo he leído sobre aquellos años. Casi siempre a su pesar, la vida concreta de alguien adquiere rasgos de símbolo: después de casi tres cursos enteros en la Facultad de Filosofía y Letras, Julián Marías se licenció a principios del verano de 1936. Iría de vuelta hacia Madrid por los senderos polvorientos de la Ciudad Universitaria con la sensación un poco embriagadora de que tenía toda la vida por delante.
No hubo transición, ni respiro. Dice Alonso Zamora Vicente, que también estudió en la facultad, que todo acabó para siempre "de un tajo". Un mes después de que terminara el curso, el Ejército se había sublevado contra la República, y en los desmontes y las zanjas de las obras inacabadas aparecían cada mañana cadáveres de asesinados. Lo que aún estaba sin terminar del todo y lo que tanto trabajo había costado levantar se convirtió en escombros. Desde la terraza y las ventanas, en un noviembre de fríos anticipados bajando de la sierra, los voluntarios de las Brigadas Internacionales disparaban contra los legionarios y los moros de Franco lanzados al asalto de Madrid. En otra vitrina hay libros quemados, un recio volumen atravesado por las balas: los libros de la biblioteca casi flamante de la facultad los usaban los brigadistas para levantar parapetos.
Los hechos se vuelven metáforas visibles, pero su significado no es tan claro como las simplezas a la moda: el filósofo ilustrado García Morente estuvo a punto de que lo asesinaran y huyó aterrado de España, pero se fue en 1936, no en 1939, porque quienes lo buscaron para matarlo actuaban impunemente en el Madrid sin ley de los primeros meses de la guerra; al arquitecto Agustín Aguirre, Juan Negrín lo salvó de acabar en una fosa anónima de la Casa de Campo o de la misma Ciudad Universitaria. Un cortejo de obispos, militares y falangistas acompaña al general Franco en la nueva inauguración de la Facultad de Filosofía y Letras en 1943, con una misa de campaña. Tan imposible como vencer la congoja, el ultraje retrospectivo que no mitigan los años, es eludir la obscenidad de los símbolos. En el lugar donde tan poco tiempo atrás resplandeció brevemente lo mejor de la vida y de la inteligencia española se celebra con toda solemnidad el aquelarre del Viva la Muerte.
La Facultad de Filosofía y Letras de Madrid en la Segunda República. Arquitectura y Universidad en los años 30. Centro Conde Duque de Madrid. Hasta el 15 de febrero.
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