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Columna
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Un otoño brutal

¿Es una impresión mía, quizás la formulación de un deseo funesto, o Francisco Camps anda algo menos bullicioso que de costumbre? Y, de ser así, ¿se trata de una decisión propia o un efecto más de cierta sordina que Mariano Rajoy anda imponiendo entre los suyos a fin de centrarse él, centrar este maltrecho país y alzarse con los votos de centro una vez quede todo centrado y bien centrado? Cualquier conjetura y su contraria pueden ser ciertas en tiempos de tanta desventura, cuando George Bush se dispone a largarse con el rabo entre las piernas y sin pagar un penique por todos los daños perpetrados, tanto directos como colaterales, y emerge imparable la figura de un Obama que algo tiene, por fin, de bailarín de claque de entreguerras. Todo es posible en estos tiempos confusos, donde no solo llueve de una manera inmisericorde, sino que hasta Fernando Savater, el especialista en ética, se presenta a un premio literario y lo gana según el canon de lo previamente establecido a fin de redondear su fondo de pensiones, quién lo habría dicho no hace tanto tiempo. Y si de paso nos quedamos sin las torres de Calatrava que pretendían acrecentar el espanto infinito del perfil genético de la Ciudad de las Artes y las Ciencias, pues miel sobre hojuelas.

Volviendo al principio de esta monserga, si a Francisco Camps, cada vez más parecido a un titiritero de la periferia de Arkansas, se le funden las pilas hasta el punto de verse forzado a dejar de tirar de los hilos, nada garantiza que Carlos Fabra, una vez superado el inmerecido acoso de que es víctima por parte de algunos jueces y periodistas puntillosos en exceso, no aspire a llegar todavía a más y se decida (en una de sus operaciones de camuflaje que tan buenos resultados le han dado hasta ahora) a ampliar el usufructo de sus muchos poderes hasta las puertas mismas del Palau de la Generalitat, que allí escenifique con Zaplana un nuevo abrazo de Vergara y que la asignatura de Educación por la Ciudadanía acabe por no darse o por ser impartida o repartida en un impecable cartaginés desde la sucursal de una fundación de Telefónica refundada. Si les parece que exagero, consideren que vivimos unos tiempos en los que un mes parece un año y cada año viene a durar lo que un lustro, en un estado tal de ingravidez melancólica que basta sin duda para explicar por qué los capos de las finanzas internacionales fueron tan sicarios a la hora de prever la que se nos venía encima y a santo de qué sus delegados los políticos se han tomado tanto tiempo para echarles una mano.

Mientras tanto, y como es natural, de la izquierda, ni siquiera de la española o de la valenciana, hay grandes noticias en los telediarios. La fatiga del poder, o su contraria, causan estragos, de ahí que se levante algo la voz y muy poco la determinación, en un gesto que nada dice en favor de las cuatro reglas básicas que hemos acabado por entender acerca de la conducta política de una izquierda siempre habituada a esperar tiempos mejores. Ayer mismo vi, con estos ojitos que se ha de comer Hacienda, cómo unos desaprensivos (o unos desgraciados, que viene a ser lo mismo) birlaban la bolsa de la compra a unas pobres ancianas a la salida del supermercado. ¿Para qué dar el tirón a un bolso, en el que probablemente no hay más de cinco euros, cuando puedes llevarte directamente la compra del otro a casa, envasada y todo? De cundir este ejemplo, que es de temer que sí, pronto será mejor encargar la compra por teléfono. Y que se enfrenten con los manguis los seguratas del súper.

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