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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Las vidrieras de Madame Petit

Hace unos meses -en una visita a los almacenes del Museo de Historia de la Ciudad- me mostraron unas vidrieras en restauración que procedían de la pensión Los Arcos, en la calle del Arc del Teatre de Barcelona. Aquellas cristaleras, de un modernismo popular y desenfadado, tenían fecha de 1933 y mostraban mujeres ligeras de ropa, bailando con marabús de plumas. Sin saberlo, lo que allí se guardaba eran los restos del lupanar más célebre de Barcelona.

Si se acercan hasta esa calle del Raval verán el gran solar -en el número 6- que ocupó un auténtico símbolo erótico para varias generaciones de barceloneses. Madame Petit -que así se llamaba el establecimiento- protagonizó toda una época, a caballo entre los siglos XIX y XX. Primero regentado por una supuesta madame francesa. Luego convertido en uno de los locales más lujosos y modernos que se han visto por aquí. Más tarde, simple parodia de sí mismo, frecuentado por bohemios de medio mundo, para terminar, en la posguerra, decadente y andrajoso, como burdel de barrio y sórdida pensión.

Aquellas cristaleras fueron espectadoras, en el gran lupanar barcelonés, de toda suerte de hechos escabrosos

El negocio ocupaba todos los pisos de la finca y tal era la animación que, por su parte trasera, se construyó un gran lienzo de obra para aislarlo de las casas contiguas. En la entrada sólo lucía un luminoso que ponía Petit, no hacía falta más. Conocido por el elemento masculino en pleno, poseía el mismo espíritu interclasista de la cercana Rambla. Allí, en sofocante promiscuidad, se encontraban el señorito de Pedralbes con el obrero de Sants o con el noctámbulo del Paralelo.

Tuvo su máximo esplendor entre 1915 y 1920, coincidiendo con el enriquecimiento de la industria local. Pero sería en la década de 1930 -convertido en visita obligada por artistas extranjeros- cuando daría su salto a la fama, retratado por escritores como Jean Genet, que se inspiró en este lugar para recrear el burdel de su famosa novela Querelle de Brest. Imagínense: en sus buenos tiempos disponía de ascensor para acceder a cada planta, restaurante y una clínica propia de enfermedades venéreas. Sus habitaciones tuvieron los primeros bidets que hubo en la ciudad. Ofrecía un guardarropía con todo tipo de disfraces, una salita para sesiones pornográficas inhabituales (incluso con animales) y un famoso cuarto con un ataúd y cuatro cirios. Y en el colmo del lujo, ¡se cambiaba la ropa de cama y las toallas tras cada ocupación!

Los servicios se solicitaban y abonaban en su ventanilla correspondiente, tras lo cual una empleada entregaba una chapa por valor de lo elegido, pues prácticamente podía realizarse cualquier fantasía, por inusual o extravagante que ésta fuera. Una de las especialidades de la casa causó furor: el célebre ménage à trois. Aquí se vieron los primeros maqueraux o macarras, llegados de Marsella, vestidos al estilo apache. Y la cama con capacidad para seis personas -pensada para pequeñas orgías- dio nombre a la cama redonda (aunque la original fuese cuadrada). Para ello ofrecía una nómina fabulosa de chaperos y prostitutas -las más selectas del país- que incluían muchas francesas, pero también europeas, árabes y caribeñas.

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Tras la Guerra Civil sobrevivió como casa de lenocinio, igual de cochambrosa que las del resto del barrio. Y en 1956, con la clausura de los burdeles, se recicló en una serie de pensiones tristes -como Los Arcos-, utilizadas por las pilinguis de la zona para subir a sus clientes. Luego la finca se vendió, fue derribada y a las dependencias municipales llegaron las antiguas vidrieras, espectadoras de toda suerte de hechos escabrosos y suculentos. Seguramente, no tengan la importancia de un hallazgo arqueológico, pero bien se merecían esta crónica.

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