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Los grandes sucesos del archivo de EL PAÍS

El misterioso asesinato del ‘Rey de la Cerveza’

Un alemán murió en 1997 de dos tiros en la nuca junto a su hijo de ocho años y una empleada

Luis Gómez
Dianna Ritter y unos familiares se cubren el rostro a su entrada en los juzgados de Palma de Mallorca el  11 de noviembre de 1997.
Dianna Ritter y unos familiares se cubren el rostro a su entrada en los juzgados de Palma de Mallorca el 11 de noviembre de 1997.Tolo Ramón

Pasarían algunos minutos de las doce. Aquella noche de noviembre había caído apacible sobre la isla. De la borrasca del día anterior quedaba la huella de la tierra mojada. Y el aroma a tormenta ya vencida. No llovía ni había previsión de que lo hiciera. El dueño de la casa, un chalé de tres pisos, veía la televisión en el salón de la planta baja. Arriba, en su dormitorio, dormía su hijo de ocho años. A unos metros de distancia, en la finca de al lado, en el interior de un edificio dedicado a la cría de aves exóticas, una joven iniciaba su turno de trabajo: debía vigilar las incubadoras. Su última anotación en el libro de incidencias databa de las once y media. La noche avanzaba perezosa hacia la madrugada y sin embargo se estaba perfilando el escenario de un triple crimen. ¿Quién moriría primero? Y ¿por qué?

Ambas fincas estaban comunicadas porque pertenecían a una misma persona: Manfred Meisel. Unos desconocidos entraron en el inmueble anexo y desde ahí pasaron al chalé por una ventana de la cocina. Cada una de las tres personas presentes en ambos edificios a esas horas de la noche del 11 de noviembre de 1997 murió de la misma manera: de dos tiros en la cabeza. Los asesinos repartieron las seis balas equitativamente. Y las seis procedían de una misma pistola de pequeño calibre.

Manfred Meisel, empresario alemán conocido como "El Rey de la Cerveza".
Manfred Meisel, empresario alemán conocido como "El Rey de la Cerveza".

A la mañana siguiente, un empleado llamó asustado a la policía. Había entrado a trabajar y se encontró dos cadáveres en la sala de incubadoras, el de una mujer y el de un hombre. Ambos estaban tendidos en el suelo, rodeados de un charco de sangre. Al lado, un almohadón con cuatro agujeros: los asesinos lo habían usado para amortiguar el sonido de los disparos.

La policía encontró algo más al revisar el escenario: en el dormitorio, yacía muerto sobre la cama un niño de ocho años. Como en el caso de las otras dos víctimas, fue suficiente con dos tiros en la cabeza.

Inmediatamente se acuñó la teoría de un crimen por encargo. La repercusión del caso fue notable: el propietario no era un desconocido. Manfred Meisel era un empresario alemán, de 49 años, residente en Palma de Mallorca y propietario de la cervecería de moda en la isla, el Bierkönig, un enorme local frecuentado por turistas alemanes las 24 horas del día. Meisel era conocido en la isla como el Rey de la Cerveza. Así que no era una víctima cualquiera.

El carácter expeditivo del triple crimen obligó a la policía a emplearse a fondo. Tanto la nacionalidad como la relevancia del muerto despertaron un interés especial en la prensa germana, que comenzó a hacer alusiones a la inseguridad de la isla y la presencia de mafias internacionales. La policía necesitaba un móvil o al menos un sospechoso, pero las primeras conjeturas fallaron. Efectivamente, Manfred Meisel era un empresario afortunado. De hecho, manejaba a diario mucho dinero al contado. Sin embargo, quienes sembraron su casa de cadáveres no se llevaron ni una peseta.

Manfred Meisel yacía muerto en la sala de incubadoras. En el bolsillo de su pantalón había 200.000 pesetas. Nadie las tocó. Su cuerpo no tenía huellas de haber sufrido violencia antes de que alguien le propinara dos tiros en la nuca. Es más, en una de las mesillas de su dormitorio, justo al lado de donde descansaba el cuerpo de su hijo Patrick, permanecían intactas 400.000 pesetas en paquetes. Nadie abrió esa mesilla. Y en el interior de la caja fuerte de su chalé, que no estaba sometida a medidas especiales de seguridad, había 50 millones más. Todo ello sin contabilizar las joyas apenas ocultas en los armarios. Quienes perpetraron el triple crimen ni tocaron el dinero ni parecieron buscarlo.

Después de interrogar a cerca de 300 personas, de obtener 60 declaraciones, la policía tenía la completa seguridad de que Manfred Meisel no tenía alguna cuenta pendiente con su pasado. No se sentía amenazado. No había adoptado medidas especiales de seguridad, aun cuando algunas de sus amistades se lo habían recomendado. Vivía relajado, acompañado de cinco perros escasamente agresivos, sin darles excesiva importancia a los puntos débiles de su rutina: por ejemplo, cuando regresaba a su domicilio con la recaudación obtenida en su negocio. Esa era una particularidad de su vida muy conocida por algunos de sus empleados. Si alguien quería robarle, siquiera le habría sido necesario asaltarle dentro de su domicilio. Bastaba con esperarle.

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Así que el dinero no parecía el móvil. ¿Un crimen por encargo?

¿Quién encargaría su muerte y por qué? ¿Qué necesidad habría entonces de matar a su hijo y a una empleada? Si la rutina de Meisel era descuidada, si el encargo era matarle, ¿por qué no hacerlo de una forma más sencilla, incluso simulando un robo? ¿por qué tanta violencia?

La policía investigó el pasado de Meisel, su entorno y sus negocios. Puro protocolo. Investigó sobre todo su actividad relacionada con la cría de aves exóticas, un comercio relacionado en ocasiones con importaciones ilegales. Meisel poseía especies de alto valor (algunas superaban los cinco millones de pesetas), y su proyecto era crear en el futuro un parque temático dedicado a las aves exóticas. Las compraba por parejas y las criaba en la finca anexa, pero todas las adquisiciones fueron legales, según una investigación especial que realizó el Seprona de la Guardia Civil. Había invertido también en inmuebles. No tenía deudas. No parecía tener enemigos.

Meisel estuvo casado y tuvo dos hijas con una primera mujer, de la que se había separado años atrás. Apenas quedaba algún vínculo de aquel matrimonio: fue un divorcio civilizado. Ninguno tenía cuentas pendientes con el otro. Meisel estaba casado con una segunda mujer, Diana Ritter. De esa unión hubo un hijo, Patrick, y un segundo en camino, porque Diana no estaba presente en el escenario del crimen por una casualidad: se había desplazado a Fráncfort el día anterior porque tenía consulta con el ginecólogo.

El viaje de su esposa levantó las primeras sospechas. Su ausencia y algunos detalles más. La relación entre Manfred y Diana tenía algunos puntos oscuros, sobre todo en lo concerniente a la fidelidad. Diana había sido empleada de Manfred cuando se conocieron: era una mujer muy ligada al mundo de la noche durante años. Manfred tenía relaciones esporádicas con una empleada del local, y Diana respondía con la misma moneda, pero había una diferencia: su amante, Sven Holder, era el hombre de confianza de Manfred en el negocio. La ecuación cónyuges más amantes interesó a la investigación y en esos dos personajes se centraron las pesquisas.

Diana estaba embarazada, pero cualquier especulación sobre la paternidad de su hijo se despejó con una prueba: el hijo que esperaba era de Manfred Meisel, la víctima. Ambos estaban casados en régimen de separación de bienes. Sin embargo, al morir Manfred y su hijo, ella heredaba todo el negocio del marido. La investigación en torno a las coartadas y los pasos de la pareja de amantes dio resultados negativos. No había ninguna prueba concluyente contra ambos, aun cuando los indicios los colocara en el papel de sospechosos. Además, había que dar respuesta a una pregunta: ¿daría una madre una orden de asesinato que afectara a su propio hijo de ocho años?

El momento en el que trasladan uno de los cadáveres tras el asesinato.
El momento en el que trasladan uno de los cadáveres tras el asesinato.B. Ramón

El caso entró en vía muerta por falta de pruebas. El análisis forense determinó que los asesinos pudieron ser dos personas, porque se encontraron dos huellas de pisadas diferentes en la casa, producto de la tierra mojada por la tormenta del día anterior al crimen. Los asesinos lograron retirar dos de los cuatro casquillos de bala que emplearon para matar a Manfred y a la empleada. No hicieron lo mismo con los que causaron la muerte del niño: fueron hallados, uno en la pared y otro en la cabecera de la cama.

La mujer y su amante no ocultaron su relación sentimental. De hecho, la mantuvieron después del crimen. Tuvieron un hijo de esa relación. Sus teléfonos fueron intervenidos: si alguno era culpable, no cometió errores con el paso del tiempo. En ese círculo cerrado transcurrieron los años. El caso quedó como un crimen sin castigo.

Diez años después, la policía alemana solicitó la detención del amante. Se reabrió el caso y Sven Holder fue llamado a declarar. Al parecer, llegó a revelar a terceras personas la autoría de los hechos durante una borrachera. Fue detenido e interrogado nuevamente hace un año, pero el juez no halló pruebas para declararlo culpable.

Casi 11 años después de aquel triple crimen hay un policía en Palma de Mallorca que se resiste a dar el caso por cerrado. "Queda un cabo suelto", dice. Este hombre, ya retirado de las tareas de investigación por razones de edad, confía en resolver el asunto. Sostiene que no fue un asesinato por encargo y que la madre no tuvo nada que ver en el asunto. "Quien fuera que lo hiciese", añade convencido, "fue a robar, pero el asunto se complicó".

¿Por qué se complicó? El escenario del crimen responde a una pregunta: ¿Quién murió primero?

El análisis forense determinó que los asesinos entraron por el edificio anexo. Se encontraron primero con la empleada. La ataron y amordazaron, pero no la mataron. Su cadáver mostraba huellas de ataduras: fue la única persona que sufrió una violencia previa a los disparos mortales.

Posteriormente, los asaltantes entraron en el chalé. Por la cocina. Por el estado en el que estaban las cosas, debieron de llegar primero al salón, donde se encontraba Manfred Meisel viendo la televisión. No hubo violencia en aquel lugar. Puede que asaltantes y víctima hablaran. Sí está claro que uno de ellos subió a la primera planta hasta que se encontró a un muchacho acostado en el dormitorio. El niño dormía en el lazo izquierdo de la cama. El asesino se dirigió por el lado derecho. "Si tuviera la intención expresa de matarle, ¿por qué no hacerlo mejor dirigiéndose por el lado donde dormía?", explica el policía. En el lado derecho estaba el teléfono. Desprendió el cable. Quizás no pensaba hacer otra cosa, "pero el chaval debió despertarse o asustarse. Lo que es evidente es que, desde ese lado, el asaltante le propinó dos tiros en la sien". No hubo tiros en la nuca. Tampoco se utilizó un almohadón para amortiguar el ruido de los disparos. "Es más", añade el policía, "el autor cogió un almohadón de ese dormitorio y lo debió bajar a la planta baja. Lo sabemos porque tenía alguna salpicadura de la sangre del niño".

Según esta interpretación, la muerte del niño fue un imprevisto. "Quizás lo que iba a ser un robo terminó en un asesinato, y los asaltantes improvisaron: decidieron no dejar testigos y abandonar el lugar".

A partir de ese momento, las pruebas periciales sólo muestran que Manfred Meisel fue conducido al edificio anexo. ¿Era consciente de que acababan de matar a su hijo? Lo evidente es que fue trasladado sin violencia hasta la sala de incubadoras, donde la empleada estaba maniatada. Y allí, sí, con el almohadón de por medio, alguien los liquidó fríamente: dos disparos en la nuca para cada uno. -

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