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ficciones

AMARILLO. DIVERGENTES

La presente carta es un llamamiento a la conciencia de los lectores de este periódico. Me conocerán como la novia del kamikaze. He sido condenada a muerte por los delitos de alta traición y terrorismo, y la justicia aguarda el nacimiento de mi hijo para cumplir su sentencia.

Todo podría haber sido de otra manera, aunque el único vector de la realidad son nuestros actos. Yo no he matado a nadie. Con estas palabras no me defiendo a mí, sino al derecho de mi hijo a no crecer solo. Quienes han seguido de cerca mi proceso saben que se me ha condenado sin verdaderas pruebas y con presunción de culpabilidad.

Mi abogado defensor me prohibió hacer declaraciones a los medios y es evidente que se equivocó. Únicamente con mi versión podré despertar la empatía de la sociedad y frenar esta espiral de miedo.

Hablando y gimiendo nos pasamos una semana. A ratos, para ir a la cocina o al cuarto de baño nos turnábamos las botas

Comienza mi historia en Manhattan. Un lunes. Yo quise comprar en el Century 21 el último par de unas botas de cowboy de color amarillo. Mi pareja me persuadió de que eran imponibles y las solté. Pero cuando me quedé sola vi que un joven japonés hacía cola para comprar mis botas. Corrí hacia la caja para evitarlo, él me las cedió, y en el forcejeo (que lo hubo) se cayó y desparramó el contenido de su cartera. Agradecida, con las botas bajo mi brazo, le ayudé a reunir sus tarjetas y pude leer la dirección, 201 W 119th Str., #5E, de su Drivers Licence.

Al contemplar al japonés descendiendo por las escaleras mecánicas caí en la cuenta de que iba a tener que abandonar a mi pareja para poder ponerme las botas.

Llega un momento en el que ya no te quieres explicar. Te das la vuelta, te vas, y empiezas a ser la larva que llevas dentro.

Esa misma noche de lunes toqué al timbre del 5E. El japonés abrió la puerta desnudo, sobre dos sandalias negras. Me desabroché el vestido y pude comprobar la simétrica inversión de motivos en nosotros: mis botas y mi pelo eran de color amarillo, mientras que su pelo y sus sandalias eran negros. Y entre medias, invirtiendo mi estructura, su cuerpo amarillo, y entre medias de la suya, mi piel negra. Una vez me disfracé de abeja, las abejas liban... Dejé de pensar. Asociación de ideas:

-Entre los dos somos una abeja.

Me acogió.

Sus toboganes. Mi lubricidad. Nuestras células. Placer y conversaciones quedan aunados porque unas entretienen los descansos del otro. El sexo es lo demás excepto cuando se vuelve todo, y entonces para entretener las treguas vasculares y dérmicas hay que hablar como hablan los amantes, y el espacio de la tregua marca el tiempo de la historia.

Él me contó la suya. Era hijo de una japonesa y un saudí. El saudí, un estudiante universitario, violó a la japonesa en una noche turística en la que a él, guía, le apeteció drogar y violar a la más guapa del grupo de mujeres. Ella quedó embarazada y por convicción tuvo al bebé. Cinco años más tarde, el saudí se presentó en su casa de Tokio, la sedujo y, mientras ella dormía, se esfumó con el niño. A ella le fue imposible aceptar que le habían robado a su hijo, y una vez supo que el padre se lo había llevado a su país para hacer de él un buen hombre -un musulmán-, y constató que las leyes no la amparaban en su lucha por la custodia, abrió el primer cajón de la cocina, cogió el cuchillo para decapitar a los pollos y se hizo una eventración, aunque muy mal hecha: su vientre, reconstruido, quedó en mal estado y duró tres años penando y cagando todo lo que se metía en la boca.

Hablando y gimiendo nos pasamos una semana. A ratos, para ir a la cocina o al cuarto de baño nos turnábamos las botas. Mis pies eran más cortos que los de él, y los suyos, más anchos que los míos; al fin y al cabo, yo soy africana y él era asiático. Así que yo me las ponía al derecho y él al revés. Verle avanzar hacia la cama con las botas divergentes me reafirmaba en el juego de irrealidad con actitud lúdica y rendida.

Cuando me desperté la madrugada del siguiente lunes, el japonés se había marchado. A mí no me había bajado la regla y sentía una presión abdominal muy leve. Para salir a buscarle tuve que ponerme sus sandalias, porque él se había llevado mis botas.

Hay un paréntesis en el amanecer del Central Park donde la realidad se aquieta y los insectos se reavivan. Todos los seres voladores adquieren ligereza en el fulgor del día. Ráfagas de calor surcan el frío acuático de la tierra, y las hojas y las nubes simulan una suspensión condicionada. Nada se mueve ante la visión gris y azul. Nada salvo las ondas de sonido -esos zumbidos sonoros de los insectos- que perceptiblemente demuestran a la espectadora que el mundo no se ha parado, que sigue vivo.

A mi vuelta de paseo, varios agentes me esperaban dentro de nuestra pequeña colmena. Al verme entrar me encañonaron, me maltrataron y finalmente me informaron de que el hombre con el que vivía se había volado por los aires y había matado a mucha gente.

Me hicieron reconocer el cadáver y allí expulsé mi primer vómito. El estallido le había desgajado en dos como a una abeja que pierde el aguijón cuando pica, pero, por alguna combinatoria azarosa del amonal, sus piernas habían quedado intactas.

Los investigadores no entendían que un japonés hubiese cometido un acto terrorista, así que yo les aclaré que, pese a japonés, era musulmán, y seguramente de algún grupo radical. A esas alturas, yo sólo estaba acusada de encubrimiento.

Se celebró el juicio y mi embarazo vino a complicar las cosas porque se solicitó que me hicieran pruebas genéticas para comprobar la identidad del padre de mi bebé. Era del kamikaze.

Hubo un dato que tuvo un impacto mediático desbordado: que el terrorista llevara al revés las botas le resultaba a la opinión pública más espantoso que el atentado en sí. Se pensó que lo estrafalario de éstas (unas botas de cowboy de color amarillo) y su peculiar modo de calzarlas (la derecha a la izquierda y la izquierda a la derecha) era una señal que, revelada, despertaría a comandos latentes. Mi sentencia de muerte fue la respuesta a la pregunta:

-¿Sabe usted por qué el padre de su criatura llevaba puesta la bota izquierda en el pie derecho y la derecha en el izquierdo?

-Porque le apretaban; porque le dolían. Yo tengo los pies más pequeños. Las botas eran mías.

Y eso fue todo.

El horizonte de la percepción me da vueltas, y vueltas da mi relacionador de ideas. La gestación avanza al tiempo que avanzo yo hacia la inyección letal. Pero reflexionen: ¿quién persuadirá a mi hijo de que dispondrá de un hueco en el que existir, de que algún lunes de alguna semana encontrará a alguien con quien compartir sus propias botas?

Voy a ser ejecutada, pero aún espero la reacción de ustedes. Juzguen un único hecho. El hecho es que me gustaron unas botas de color amarillo. Divergentes.

EDUARDO ESTRADA

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