Arquitectura y fútbol
Durante siglos, y salvo en culturas como la azteca, la relación fue desigual. Bastaba un descampado. El balón dominaba. Cuando el deporte se masificó, la arquitectura sirvió para poner orden: asientos en gradas y circulaciones separando palcos y general.
Los campos de fútbol eran espacios mastodónticos con escasa relevancia arquitectónica. Tan poca, que cedían ante las inmobiliarias su relativa centralidad para irse a la periferia. Hasta que las cosas cambiaron. ¿Cómo? De la mano de arquitectos que se plantearon qué ocurría en los estadios los 28 días al mes sin partido. Se impulsó la polivalencia de usos. Pero reconvertirlos en zonas comerciales, en museos metafutbolísticos o en escenarios para el rock no salvó la arquitectura de los campos. La salvó pensar que si los museos y los centros comerciales habían sido las catedrales del siglo XX, también ellos podían tener su momento.
Los suizos Herzog & De Meuron hincharon una burbuja de efte para el pasado mundial en Múnich. Partían con ventaja, la ciudad ya había apostado por los estadios cuando Frei Otto levantó una obra maestra para las Olimpiadas de 1972. Calatrava firmó el olímpico de Atenas y Herzog & De Meuron -que remodelaron el estadio de Basilea para la Eurocopa que termina el domingo- han repetido gesta en Pekín. El resto del mundo ha entendido el mensaje. Para el nuevo San Mamés, que construye ACXT, se barajó a Norman Foster, autor del nuevo Wembley en Londres. Patxi Mangado firmó la Balestera, una gran lámpara para Palencia. Los mejores estadios son así misterios para los ciudadanos o lugares discretos, integrados en el paisaje, como el de García Rubiño en Jaén o el de Artengo y Pastrana en Tenerife. Los buenos arquitectos saben que ante un balón, si uno no es Iker Casillas, es mejor quitarse de en medio.
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