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Columna
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Gabardina blanca

Manuel Rivas

Los hechos ocurrieron como sigue. José María Aznar llegó, de forma muy discreta, a primera hora de la mañana del lunes. Cuando entró en el despacho de la presidenta de la Comunidad de Madrid, correspondió con una sonrisa liberal al saludo jubiloso de Esperanza Aguirre. Pero Aznar no pudo evitar que su mirada se desviara hacia la gabardina blanca. Colgaba en el perchero con luz propia. Con un resplandor fanático. Un blanco de Caravaggio. Había tenido momentos de duda, pero la visión de la gabardina blanca tuvo el efecto de un estímulo decisivo. Hablaba, Esperanza, hablaba de no resignarse, de la batalla de las ideas, de una oposición viril, sin complejines. Ni complejones, añadió cómplice Aznar, secundándola en las risas. Se sabía el discurso de memoria. ¡Era su discurso! Pero él ya estaba absorto en su plan, pendiente del reloj. Venció los últimos escrúpulos con el recuerdo del aforismo de un peluquero filósofo: para travestirse de supermujer no hay como un superhombre. En sus múltiples actividades como becario al servicio de Murdoch, el ex presidente se había encargado de visionar, para su reposición, problemáticas películas del pasado. Ahora tenía en la cabeza el Monsieur Verdoux, de Charlot, no por las iras ultra que provocó, sino por la habilidad con que el artista maneja el pañuelo con cloroformo. Fue así, en un periquete, como Aguirre quedó profundamente dormida. Aznar, ya depilado, se afeitó a conciencia, vistió el jersey de estampado étnico leopardo, calzó los tacones, colocó la peluca rubia. Y, al fin, la gabardina del resplandor. Se fue hacia el Casino, levitando en la nube mediática. Nunca antes había sido tratado así, como una auténtica estrella. Nadie se dio cuenta, hechizados por el resplandor, excepto Rajoy, y de ahí su expresión de atónito mosqueo. Cuando Aguirre despertó, Aznar ya no estaba allí. Ella vio el triunfal paseíllo por televisión y sonrió condescendiente como sólo lo sabe hacer una Grande de España.

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