¿Qué es la producción científica?
Siguiendo los postulados de Thomas Kuhn, la gran revolución científica acontecida a lo largo del siglo XX, con sus evidentes repercusiones sociales, tiene su innegable raíz en un gran cambio de paradigma. La ciencia dejó de ser protagonizada por ricos ociosos y talentos patrocinados por algún mecenas acaudalado. Los espectaculares avances científicos son patrimonio de profesionales financiados con fondos públicos o capital privado, reclutados como investigadores con dedicación exclusiva. Una consecuencia directa del nuevo paradigma fue la sustitución del científico individual por el grupo de investigación, estructurado a modo de pirámide jerarquizada, con un director al frente, varios miembros consolidados dotados de sólida base (sinónimo de posdoctorales), más un elenco de investigadores en proceso de formación inicial.
Otra derivación sustancial fue la aceptación del valor universal de la ciencia, circunstancia que afectó a los procedimientos de comunicar los resultados y descubrimientos relevantes. Las sesiones de academia, la correspondencia epistolar entre investigadores o la edición restringida de monografías y libros en ediciones locales e idiomas nativos, no eran métodos ágiles ni eficaces para difundir y validar los nuevos conocimientos (los trabajos de Mendel tardaron 30 años en ser redescubiertos). La solución más plausible consistió en la publicación de artículos cortos adaptados a un formato estándar (los populares papers) en revistas de circulación mundial (los populares journals), escritas en un lenguaje aceptable por la comunidad científica: el inglés. Durante la última centuria, el floreciente desarrollo de la investigación ha promovido la edición paralela de una plétora de nuevas revistas en cualquier rama del saber.
La abundancia y nivel de las publicaciones constituye un índice fiel de la capacidad, trayectoria y hondura científica asignable a cada grupo investigador. Más aún, se han convertido en un parámetro crucial de política científica para medir la calidad y decidir -dada la escasez crónica de recursos- qué líneas y equipos de trabajo merecen ser financiados. En consecuencia, se han introducido ciertos factores matemáticos para medir el rendimiento de los grupos, que atienden a dos criterios esenciales: el número de artículos publicados (cantidad) y el prestigio de la revista (citaciones y/o impacto).
El conjunto resultante se expresa como la producción científica de un grupo. Este procedimiento cuasi unánimemente aceptado por la comunidad científica no está exento de inconvenientes, empezando por decidir si la producción debe ser valorada en términos absolutos o relativos. Es decir, si las publicaciones son evaluables como un todo o referidas al tamaño y fondos presupuestarios de cada grupo; o si todos los miembros coautores poseen idéntico grado de paternidad sobre el artículo, con independencia de su número. Por otra parte, una producción fecunda de artículos no implica necesariamente concluir en descubrimientos trascendentes; como tampoco pertenecen a la historia de la literatura universal tantos escritores prolíficos de novelitas rosa o del Oeste.
Además... ¿se han publicado históricamente los grandes avances en los journals más influyentes? La respuesta obvia sería sí, ya que su prestigio e impacto se basan en un método de selección muy riguroso, que sólo filtra los trabajos punteros en la frontera del conocimiento. No obstante, el proceso de revisión por pares no es infalible ni completamente anónimo, puesto que los revisores de un manuscrito conocen los nombres de sus autores, no siendo raro que compartan especialidad y puedan mantener distinto grado de afinidad o simpatía. Así, ocurre con frecuencia que prestigiosas revistas publican artículos irrelevantes, presuponiendo el alto crédito científico concedido a sus autores, mientras descubrimientos sobresalientes han sido recogidos en órganos de menor impacto (caso del descubrimiento más importante en biología del siglo XX). Al revés, revistas punteras han rechazado aportaciones novedosas, al proceder de investigadores semidesconocidos. Todo ello, sin perjuicio de recordar los minoritarios pero escandalosos episodios de publicación fraudulenta recogida en los mejores journals. Igualmente, es discutible admitir el número de citaciones como parámetro infalible de calidad, puesto que casi la mitad de los artículos publicados no se citan nunca, y muchos reciben citaciones negativas.
Otra cuestión de fondo supone reflexionar sobre si la esencia de la ciencia es crear o producir; si la búsqueda de nuevos saberes requiere un número elevado de publicaciones brillantes, y si un investigador poco productivo debe ser apoyado. Indudablemente, el sistema vigente puede ser válido con matices. En su concepción actual son más importantes los continentes que los contenidos, condicionando una investigación rutinaria mediante proyectos continuistas de objetivos previsibles, encaminados a obtener resultados rápidamente publicables a corto plazo. Tal estrategia margina a los investigadores osados y heterodoxos con escaso bagaje de producción científica, pero capaces de plantearse desafíos inauditos del paradigma establecido. Quizá la mayoría haya fracasado, pero cuando tenían razón, han provocado auténticas revoluciones en nuestro conocimiento. La disyuntiva estriba en decidir si la investigación debe favorecer el conocimiento y progreso de la humanidad o el currículo de los grupos; si se investiga para descubrir o para publicar. Quizá en estos tiempos de pragmatismo rácano, se abuse con exceso del axioma "... publica, que algo queda".
Juan Carlos Argüelles es profesor de Microbiología. Universidad de Murcia.
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