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Columna
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El campo de casa

"Es sin embargo tan enorme la extensión de la finca, que en estos tiempos no es fácil decir si en épocas venideras podrá continuar apartada de la común utilización una cantidad tan dilatada de terreno". Con este inquietante augurio terminaba su documentado artículo sobre la Casa de Campo, hace casi un siglo, Pedro de Répide, gloria de los cronistas de la Villa y Corte y profeta en su tierra. Cuando Répide escribió su crónica, las 1.722 hectáreas verdes del parque (4.097 fanegas de tierra según el cómputo de don Pedro) estaban a punto de pasar de joya de la Corona a patrimonio del pueblo de Madrid, así lo decidió el gobierno de la Segunda República y así ha sido hasta nuestros días. Según el decreto republicano los terrenos del Campo del Moro sobre el talud del Palacio Real y de la Casa de Campo, se cedían al Ayuntamiento como áreas de recreo e instrucción.

Instructivas y recreativas fueron para muchas generaciones de madrileños, las frondas, dehesas y veredas del anchuroso parque que propiciaban excursiones y escapadas. En la Casa de Campo, que era la suya, visibles aún las cicatrices abiertas de la Batalla de Madrid, los niños urbanos de asfalto y adoquín descubrían la Naturaleza e indagaban, indiscretos y tenaces, sobre la naturaleza de otros asuntos, oscuros y vedados como el sexo que ejercitaban a salto de mata y lejos de la vista de los guardianes de la moral forestal, parejas huidizas y clandestinas sin la correspondiente y preceptiva dispensa matrimonial. La Casa de Campo era algo más que el pulmón de Madrid, era su corazón y su entrepierna, y a veces su estómago, además de buscadores de experiencias y conocimientos en fechas señaladas solían verse, cabizbajos y atentos, recolectores de espárragos silvestres y de otras hierbas saludables, para despensa y botica.

Los bosques de la Casa de Campo, hospitalarios y familiares, eran frecuentados también por grupos familiares de tartera o bocadillo en los días feriados y apacibles, modestos atletas se ejercitaban bajo los pinos, los plátanos, las encinas y los fresnos, remeros en el Lago, jubilados bucólicos y celebrantes del Primero de Mayo con el pañuelo rojo y la tortilla de patata como coartada. La democratización del gran parque madrileño borró los recuerdos de un pasado monárquico y aristocrático; Fernando VII, el rey felón y garañón correteó por sus reales andurriales al acecho y caza de presas femeninas, como, aunque no tanto, sus predecesores. Coto real y jardín de nobles ociosos, pisaverdes y currutacos la Casa de Campo fue cantada por los mejores poetas de la Corte, Quevedo, Lope, Tirso de Molina, Góngora y Calderón prodigaron sus letrillas cortesanas alrededor de la Fuente del Acero de cuyas aguas ferruginosas y salutíferas bebían entre arrumacos las damiselas en el siglo XVI.

En aquellos tiempos, siglos antes de la gloriosa invención de la tortilla de patatas, cuenta Répide en su crónica que, "era gala acudir a recrearse en aquellos jardines, donde los galanes ofrecían a sus damas meriendas servidas por los mejores cocineros y reposteros de la corte". La Casa de Campo fue siempre un apetitoso pastel al que arrancaron y siguen arrancando suculentos bocados. Objetivo de numerosas campañas ecologistas y ciudadanas de salvamento, la antigua finca de Los Vargas adquirida por Felipe II para su disfrute y el de los suyos, acaba de sufrir una nueva agresión en forma de sentencia del Supremo, sentencia que anula la imprescindible declaración del parque como bien de interés cultural, calificación otorgada por el Gobierno regional de Madrid bajo la presidencia de Ruiz-Gallardón, en 1999. Curiosamente entre los que recurrieron su condición de BIC se encuentra hoy el Ayuntamiento de Madrid que preside el mismo Ruiz-Gallardón que la solicitó cuando ostentaba la presidencia de la Comunidad y que hoy reniega de ella por considerarla demasiado restrictiva para sus actividades, futuras y temibles. Con la nueva sentencia, los jueces azuzan una vez más la pugna entre Gobierno y Comunidad, entre Esperanza y Alberto. El supremo tribunal basa su peculiar decisión en que la Casa de Campo nunca llegó a ser propiedad de la Corona, lo que pone en entredicho la compra de la finca por Felipe II, que quizá nunca terminó de pagar su hipoteca.

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