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Reportaje:LA LUCHA CONTRA ETA

La juez francesa que salva vidas españolas

Austera, minuciosa e incansable, la magistrada Laurence Le Vert se ha convertido en el gran enemigo de ETA

Pretende hacer un perfil de Laurence Le Vert? ¿Acaso busca que la maten?". Recabar datos con el propósito de componer una semblanza periodística de la juez francesa tropieza, de entrada, con el muro protector que levantan, instintivamente, sus colaboradores. "¿Pero no sabe usted que todo lo que se publica sobre ella aparece luego archivado en los zulos de ETA?".

Tan citada en los medios de comunicación y tan desconocida, esta mujer ha conseguido sobrevivir a la notoriedad pública de su cargo durante dos décadas, sin que nadie, nunca, en ninguna parte, haya logrado rascar siquiera la epidermis de su personalidad. Inútil buscar su biografía en los ricos centros de documentación franceses; inútil rastrear en los grandes archivos fotográficos a la búsqueda de un primer plano de esta juez, una de las personas más protegidas de Francia.

Sólo aparece cuando el área ha sido considerada segura, y lo hace rodeada de gente que la protege
Para desgracia de ETA, Le Vert tiene una memoria prodigiosa, que pone al servicio de su trabajo
Se ha negado a recibir la Gran Cruz de Isabel la Católica, con la que el Gobierno español la ha querido premiar
Austera en sus hábitos, en ocasiones se permite la charla entre amigos con una copa de vino
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Más allá de las noticias que, de forma aséptica, dan estricta cuenta de sus actuaciones profesionales, la magistrada de la XIV Sección Judicial de París, anteriormente denominada "sección antiterrorista", es una incógnita absoluta y hasta un enigma, surgido del contraste entre su protagonismo público y la absoluta falta de información.

¿Quién es esta mujer que aborta en Francia los atentados que ETA intenta cometer en España? ¿Por qué rechaza condecoraciones con las que el Gobierno español trata de agradecerle sus 20 años de entrega profesional? ¿Cómo soporta la amenaza permanente de ETA? ¿Es una antigua trotskista, heredera de Mayo del 68, como se dijo en su día, o una magistrada de ideología ultraderechista, tal y como apuntan otros rumores igualmente carentes de fundamento? ¿Qué piensa de ETA y de España, cómo ve la solución de un problema al que se ha encadenado de por vida?

Desde luego, su persona está tan bien guardada como el propio nombre Le Vert en los archivos. Cuando acude a una cita fuera de su despacho del Palacio de Justicia de la Cité parisina, los agentes de paisano se despliegan previamente por la zona para supervisar todo movimiento u objeto sospechoso. Le Vert sólo aparece cuando el área ha sido considerada segura, y lo hace rodeada de agentes que la protegen desde el momento en que desciende de su coche blindado. Camina con paso firme hasta el lugar del encuentro. Es más bien alta, lleva media melena y porta un semblante severo que sólo se dulcifica, mediado ya el encuentro, al calor de la conversación.

Esta mujer es el enemigo número uno de ETA, el objetivo supremo por el que la organización terrorista estuvo dispuesta a romper, "excepcionalmente", la regla autoimpuesta que le prohíbe matar premeditadamente en Francia para no desatar las iras del Gobierno de París. Después de someterla durante semanas a una vigilancia exhaustiva, ETA averiguó hace cuatro años su domicilio y le preparó minuciosamente un atentado que, por sus características, debía confundir a la policía y camuflar la mano asesina del hacha y la serpiente. En su informe a la dirección de ETA, los jefes del aparato militar sostenían que el atentado no tenía por qué significar "un cambio en la estrategia" de la organización terrorista en Francia, ni desencadenar "la apertura de hostilidades en el territorio francés".

Todo estaba preparado para matarla: los explosivos y los coches a utilizar, el croquis del lugar elegido, la hora propicia..., y los verdugos seleccionados y dispuestos. "No os equivoquéis con la vecina de al lado", les habían advertido por escrito sus chivatos, en alusión a Ségolène Royal, la ex candidata francesa a la Presidencia de la República, que habitaba en esa misma calle. Según el acta de la reunión en la que se aprobó el asesinato, acta confiscada a Ibón Fernández, Susper, cuatro de los cinco "responsables" del aparato militar votaron a favor de la muerte de la juez.

El asesinato de Le Vert iba a ser algo muy sonado y especial, a la altura, en todo caso, del odio y la sed de venganza que ese nombre suscita en ETA. No en vano, ha enviado a prisión a la casi totalidad de los activistas arrestados en Francia a lo largo de estas dos décadas y desbaratado incontables proyectos de atentados que han ahorrado tantos muertos en España. No en vano, conoce ETA mejor que nadie en Francia, puesto que como juez instructora de la sección antiterrorista concentra en sus manos las informaciones de los servicios secretos y de los Renseignements Generaux, de la Policía Judicial y de la Gendarmería, y está al tanto de las pesquisas de las policías españolas.

A diferencia de sus colegas españoles, los jueces franceses desempeñan una función mucho más activa y directa en la investigación e instrucción de los delitos que persiguen. Lo hacen con una penuria de medios sorprendente, al extremo de que tienen que encargar los peritajes a particulares, y no es extraño verles haciendo las fotocopias de los documentos del caso que se traen entre manos, algo impensable en la Audiencia Nacional española.

Laurence Le Vert nació el 19 de febrero de 1951 en Neuilly, un distinguido municipio colindante con París, en el seno de una familia católica que hablaba alemán, su primera lengua. Nunca ha sido trotskista, ni tampoco de extrema derecha. Fue una niña bien que cultivaba sus convicciones religiosas, al tiempo que se forjaba un carácter asentado en los valores de la responsabilidad, la coherencia, el trabajo y la firmeza, transmitidos por su padre, preferentemente. Desde luego, no está en esto por dinero, ni tampoco por el protagonismo, relativo en Francia, que conlleva el puesto. Tras licenciarse en derecho y pasar por la Escuela de la Magistratura de Burdeos, debutó como magistrada en el Tribunal de Chartres (1975), antes de trabajar de agregada en el Ministerio de Justicia y ocupar más tarde una plaza de sustituto en el Tribunal de París.

Es en 1986 cuando se integró en la sección antiterrorista y, junto a la fiscal Irène Stoller, inauguró una etapa de colaboración con la justicia española que puso fin a las reservas judiciales francesas. Claro que, para entonces, el Gobierno de París ya había declarado a ETA "organización terrorista" y asumido la necesidad de crear una sección judicial específica para combatir a los entonces denominados "separatistas" vascos. "De acuerdo, de acuerdo, nosotros hacemos todo esto, pero ustedes desmontan el GAL". Según versiones fidedignas, el ministro de Interior de la época, Charles Pascua, selló con estas palabras en la capital francesa su acuerdo con el entonces secretario de Estado para la Seguridad, Rafael Vera.

Nadie en la magistratura francesa quería hacerse cargo del dossier vasco, un asunto espinoso e ingrato, sin brillo ni gratificación profesional, que suscitaba la duda, agrandada tras la irrupción de los GAL, de si Francia debía tomar cartas en el asunto de una violencia que no todo el mundo caracterizaba como terrorismo. En la decisión de Laurence Le Vert desempeñó un papel determinante la fiscal Irène Stoller, que conocía bien la realidad de ETA, entre otros motivos porque había visto los vídeos de los atentados que le suministraban sus colegas españoles. También Le Vert se horrorizó y escandalizó, a un tiempo, al descubrir los cuerpos carbonizados por los coches bomba, las mutilaciones, el pavor escrito en los rostros de los supervivientes, y constatar, a continuación, la tibia reacción de su país.

No necesitó tener vínculo alguno con España para juzgar escandaloso e intolerable que Francia consintiera en su suelo la organización de actividades terroristas contra un país vecino y democrático. Así que hubo, y hay, un plus de convicción moral y compromiso personal en la entrega de esta mujer de ojos claros, aficionada al esquí y al tenis, que por razones de seguridad vive en gran medida enclaustrada. Renunciar a pasear, a hacer las compras o ir al cine no es nada comparado con la dolorosa experiencia de ver a los hijos crecer sin poder llevarlos o recogerlos del colegio o del parque, sin poder deambular por la calle en familia.

Casada con el abogado inglés Crosthwaite -bufete en Londres y un castillo en Normandía-, Le Vert tiene dos hijos, ya mayores, uno de los cuales se ha hecho novio de una española residente en la capital británica. En este duro trabajo, cargado de sinsabores y amenazas, son su marido y sus hijos quienes le confortan en los momentos difíciles, cuando le asalta la duda de si el sacrificio personal merece la pena. Ellos no la presionan, respetan su decisión porque saben la trascendencia de su compromiso profesional.

Antes de que la cooperación judicial y policial salvara las fronteras, la juez ya participaba del pálpito dramático con que la sociedad española percibe la realidad siniestra de ETA. Mantiene estrechas relaciones con sus colegas de la Audiencia Nacional: Fernando Grande Marlaska y Manuel García Castellón, magistrado enlace entre las judicaturas española y francesa. Para desgracia de la organización terrorista, Le Vert tiene una memoria prodigiosa -aludir a cualquiera de los grandes golpes que ha asestado a ETA (Artapalo, Sokoa, Bidart...) activa en ella una catarata de datos, nombres y fechas- que pone al servicio de una jornada laboral de 10, 12 o 14 horas y del gusto por el trabajo hecho a conciencia.

Reservada, distante, se ha granjeado una fama de mujer dura que ella no parece tener interés en desmentir. ¿Cuánto esconde la máscara de granito de esta juez? Quienes la conocen bien opinan que detrás de esa severidad marcada hay también una persona tímida, mucho más sensible de lo que da a entender. Eso parece cuando se charla con ella durante un rato, pero es bien cierto que en su trabajo no se le conocen debilidades, no al menos cuando se trata de enjuiciar a los activistas de ETA. Porque Le Vert sólo siente reparos ante los extorsionados por la organización terrorista; sólo ahí se plantea el dilema profesional de considerarlos víctimas de un miedo insuperable o pusilánimes egoístas desprovistos de ética ciudadana y de sentido moral.

A su juicio, la violencia de ETA es antes de nada puro anacronismo. Piensa que los terroristas no comprenden lo absurdo de su comportamiento y que se equivocan completamente de enemigo cuando enfrentan su idea de Euskadi a la de los propios españoles y franceses.

En su opinión, es muy probable que dentro de 100 años la lengua francesa ocupe en el mundo un papel tan relativamente marginal como el que desempeña hoy el euskera. Cree que, precisamente, los españoles y franceses, los europeos en general, son los primeros aliados en el propósito de evitar que la globalización y la evolución del mundo entierren la lengua vasca.

Después de haber sentado en el banquillo a dos largos centenares de activistas de ETA, Le Verd ha aprendido a distinguir entre el perfil del aventurero romántico criminal y el del psicópata vocacional que encuentra en la violencia en grupo el terreno ideal para dar rienda suelta a sus pasiones. En cualquiera de los casos, piensa que lo que mejor caracteriza a los etarras es la perversión que les lleva a contemplar a sus víctimas no como a las personas de carne y hueso que pretenden asesinar, sino como objetivos a abatir, como blancos necesarios de su estrategia. Al tiempo que reconoce la solidaridad intergrupal existente dentro de ETA, la juez francesa subraya igualmente que el sectarismo conduce a los terroristas a abandonar a su suerte a los elementos que se desvían de la ortodoxia.

Laurence Le Vert no cree en la bondad roussoniana del hombre, y tampoco, desde luego, en la infalibilidad de los jueces. Piensa que, puesto que nadie es perfecto, tampoco cabe exigir que los miembros de la magistratura tengan siempre y en todo momento un comportamiento socialmente ejemplar. Reivindica, pues, la humanidad de los magistrados, su derecho a errar, pero no encuentra justificación posible a la irresponsabilidad profesional, a la mala fe, a la desidia o la frivolidad. Como encargada de juzgar los comportamientos delictivos, le interesan, sobre todo, los hechos desnudos, aunque no desprecia conocer los móviles intelectuales y los caracteres de personalidad que conducen al crimen.

Huye del protagonismo y el aplauso públicos con una determinación y firmeza a la altura de su fama. Rechaza las entrevistas, las declaraciones, las biografías y se ha negado a recibir la Gran Cruz de Isabel la Católica con la que el Gobierno español ha querido premiar su entrega y sus desvelos. Aunque la vanidad no parece formar parte del abanico de sus debilidades personales, que tan celosamente guarda para sí, la razón fundamental de esta actitud es no dar pie a una posible recusación sustentada en su ligazón personal con las autoridades españolas.

Sin duda, nada haría más feliz a los abogados de ETA que poder quitarse de encima a la magistrada que, desde que enterró la etapa de la tolerancia francesa, hace dos décadas, ha desbaratado en varias ocasiones la organización terrorista.

Lo suyo es el trabajo y la discreción, la paciencia y el conocimiento. Después de lo que ha visto, con todo lo que sabe, mira con escepticismo el final del terrorismo vasco. No cree que, por sí sola, ETA llegue alcanzar la madurez necesaria para admitir la realidad. Y lo malo es que esta mujer no acostumbra a errar en los pronósticos. Ni siquiera descarta la idea, desgraciada, de que le llegue la hora de la jubilación con el dossier de ETA sobre la mesa de su despacho. Puede que entonces, en su jubilación, se anime a contar la historia de ETA en Francia y, de paso, nos descubra a la verdadera Laurence Le Vert.

Sumamente austera en sus hábitos -un emparedado por toda comida, a mediodía, y no fuma desde que cambió el milenio-, lo que sí se permite, ocasionalmente, es la charla entre amigos ante una copa de buen vino. Si la conversación se anima y el asunto se presta, puede incluso ocurrir que la fortaleza Le Vert levante sus defensas y, ¡sorpresa!, muestre que la juez antiterrorista pesadilla de ETA tiene también sentido del humor. Será sólo un instante, una chispa que le iluminará el semblante antes de que éste recupere su seriedad habitual. La juez tiene prisa. Sabe que en su tarea no hay gratificación mayor que contribuir a salvar vidas, aunque éstas se encuentren en una patria ajena, ya no extraña, a mil kilómetros de distancia.

Le Vert, investigando en Urrugne (País Vasco francés).
Le Vert, investigando en Urrugne (País Vasco francés).AFP

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