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Observatorio | Elecciones 27M
Columna
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Te conozco, mascarita

No es que me parezcan disfraces todos los trajes de la tribu, que ni en eso llega uno a coincidir con la sensibilidad de Eduardo Zaplana. Tampoco es que le parezca a uno cualquier atuendo típico madrileño algo distinto de lo que estime que es un traje de faralaes en Andalucía o los vestidos de moros y cristianos en las fiestas de Alicante. Sólo faltaba que restáramos importancia a los trajes típicos madrileños. Pero el atuendo es disfraz cuando sirve para la simulación. Y no es que quiera decir con esto que Rafael Simancas no sintiera en la pradera del Santo el fervor de un isidro verdadero, ni que la gorra le sentara como a un Cristo unas pistolas. Y mucho menos que, porque la aristocracia madrileña no baje por lo común a la pradera, y menos vestida de manola, al modo en que se viste de gitana en la Feria de Sevilla, Aguirre no se sintiera una isidra en toda regla, con la ilusión que le hacía a ella bajar por primera vez a la pradera, hecha una chulapa, para marcarse unos chotis.

Lo que pasa es que estos hijos del Madrid cosmopolita no se han trabajado a diario el casticismo, como sí lo hacía Álvarez del Manzano, con lo cual han de admitir que los atributos folclóricos no se perciban en ellos como una prueba de autenticidad, una seña de identidad municipal precisamente. El Álvarez del Manzano más auténtico era el revestido con capa madrileña o con bastón de mando detrás de una procesión. Y quizá, de su recuerdo, con quien trabajó y del que debió aprender, le venga a Aguirre este arrebato castizo.

Como no dudo de que el de Simancas tenga su origen en el recuerdo de Enrique Tierno Galván, que representaba otro espíritu distinto, pero era capaz de pasar de sus sosegadas lecturas a las jaranas de la pradera y ponerse detrás del santo en su procesión con un grave rostro que no desentonaba entre los devotos. Irónico, el viejo profesor conseguía estar en la procesión y repicando, pero se le entendía todo en los distintos papeles de su representación.

No obstante, lo que eché en falta, siendo las de Aguirre unas elecciones autonómicas y no municipales, aunque no sé si serán más suyas las generales, es que no se llevara a la pradera la falda hasta los pies que lucía en una fiesta glamourosa de la revista Telva. Roja y estrellada, como la bandera de nuestra Comunidad, una versión más moderna del patriotismo madrileño, la presidenta no temió que pudieran acusarla de frivolizar la bandera de su territorio convirtiéndola en un trapillo de fiesta para envolverse. Embanderada, convertida en mástil, la encontré más favorecida y hasta más propia que nunca. En los mítines hubiera querido verla así o luciendo patria en las inauguraciones.

Pero, bandera aparte, lo que sí me pregunto es si el casticismo madrileño tiene tanta fuerza que pueda llevar a los candidatos a la pradera con organillo. También me pregunto si detrás de este fervor castizo hay promesa electoral de más zarzuela viva. Y no sé si con san Isidro pasa otro tanto, si es mucho poder el suyo y por eso recurren los políticos a su protección, ni si son muchos sus devotos electores. Ignoro si Simancas cuenta con el apoyo de san Isidro, aunque por extracción social, el santo, que al fin y al cabo fue un criado de gente de postín, tendría que entenderse mejor con él. Pero, habiendo ganado la gloria del altar como premio por servir resignado a esa gente, quizás, agradecido, se lleve mejor con la derecha desde la vida eterna.

Puede que así sea y Aguirre cuente con su complicidad para la campaña. Eso se sospecha al menos desde que, para dejar claro la obviedad de que no todos son iguales, pero dicho con mucho retintín, añadió que "gracias a Dios y a San Isidro". Se deduce de esto que San Isidro se encarga de que las diferencias se mantengan y se vean y que, como no se espera de un inocente como el santo labrador engaño alguno, es de esperar que los electores madrileños lleguen a distinguir entre unos y otros. Sólo así, a pesar de los disfraces, podrán decir a sus candidatos lo que la gente le decía en los carnavales canarios a los disfrazados, una vez intuían quién era el que con la cara oculta se dirigía a ellos por su nombre: "Te conozco, mascarita". Bien es verdad que a veces se equivocaban y que el error formaba parte del juego del carnaval. En la farsa electoral ocurre lo mismo, pero es indudable que con más consecuencias.

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