El mirador de la discordia
Polémica por una plataforma construida sobre el cañón del Colorado
La escena se ajustaba a la perfección a la imagen cinematográfica de los indios americanos. El hechicero de la tribu, con su corona de plumas y sus mocasines, movía un colorido sonajero al ritmo de la música nativa que sonaba por los altavoces. Al final de la ceremonia, reposó una mano sobre la pared y entonó un cántico en aras de la buena fortuna y la felicidad. La pared en cuestión pertenecía a una estructura de acero y cristal que para su tribu, los hualapai, puede convertirse en la salvación económica. Para otros es un espanto arquitectónico que prostituye una de las grandes maravillas esculpidas por la naturaleza: el Gran Cañón del Colorado.
Los indios hualapai se asocian con un empresario de Las Vegas para explotar la instalación turística
El próximo día 20, en una ceremonia que promete excesos, el astronauta Buzz Aldrin será el primero en pasear por una plataforma construida a 1,3 kilómetros del suelo por el que circula el río Colorado. Desde esa altura, el caudal es un minúsculo hilo plateado en el fondo del abismo. La experiencia es impactante, porque el suelo del mirador -que tiene forma de herradura- es de cristal.
Para quienes lo han construido, el proyecto es un logro arquitectónico, porque ha desplazado una masa de 500.000 kilos sobre el vacío gracias a unos anclajes en el lateral del precipicio y un contrapeso sobre el tramo situado al borde del barranco. Los ecologistas creen que es un atentado medioambiental contra el que nada pueden hacer.
Una idea como ésta sólo podía haber surgido en un lugar acostumbrado a la exuberancia y consagrado a los más ridículos excesos artísticos y arquitectónicos, incluida Céline Dion. Fue, efectivamente, en Las Vegas en donde un empresario ideó una manera más de hacer dinero: se puso en contacto con los dueños de la tierra por la que transcurre una parte del cañón para ofrecerles una fuente común de ingresos en forma de balcón.
Los hualapai apenas suman ya 2.200 habitantes en una reserva india que se extiende a lo largo de 150 kilómetros del cauce del Colorado. La mayor parte de ellos están desempleados y viven por debajo del nivel de pobreza.
El constructor, David Jin, se fue a ver al jefe de la tribu en 1996 y le ofreció un trato: él pagaría los 30 millones de dólares que cuesta la construcción de la plataforma y cedería inmediatamente la propiedad a los hualapai. A cambio, la tribu le cede el 25% de los beneficios que se ingresen por turismo.
Pasear por el mirador va a costar 25 dólares (unos 20 euros), aunque con gastos de aparcamiento, consumo y el inexcusable souvenir, la compañía de Jin espera que cada turista se deje 75 dólares de media. Esa cantidad, multiplicada por el medio millón de turistas anuales que Jin anticipa en sus sueños empresariales más salvajes, le van a permitir recuperar la inversión en tres años y forrarse a partir del cuarto.
El jefe consultó con el resto de la tribu y aceptó la oferta. Los más ancianos todavía se oponen, en parte porque la tarima se ha montado sobre suelo sagrado en el que están enterrados algunos de sus ancestros, lo que en el peor de los casos, dicen ellos, puede molestar a los espíritus.
Para el turista convencional que se dispone a pasear sobre un suelo de cristal a 1,3 kilómetros del suelo, el riesgo comprensible de los espíritus enfadados se suma a otra preocupación, ésta más mundana: el terreno de la reserva está exento de las inspecciones y garantías de seguridad arquitectónica establecidas en las leyes federales y estatales. Los constructores aseguran que no hay nada que temer y el hechicero dice que ha hecho lo que ha podido con la bendición de la estructura.
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