Nina Milkina, gran dama del piano
Representante de la vieja escuela de grandes virtuosos,sus preferencias fueron Mozart y Chopin
Nina Milkina era una de esas figuras que se sabía que estaban todavía ahí, que existían, que habían sido, pero a las que el olvido mantenía en una suerte de limbo del que sólo habría de sacarles un día la noticia de una muerte que, inevitablemente, ha llegado y, como no podía ser menos, con días de retraso.
Desde su retirada, por un cáncer que consiguió superar, en 1991, la rusa era un nombre y no una presencia, una pianista para pianistas que, sin embargo, había estado muy activa en la vida musical del Reino Unido, su definitivo país de adopción, a raíz, sobre todo, de sus conciertos en la National Gallery en los días de la Segunda Guerra Mundial, aquéllos que organizara su colega Myra Hess y que mantenían unidos por la música a los londinenses que sabían ya de los bombardeos de la Luftwaffe. También fue solista, bajo la dirección de Henry Wood, en los populares Proms.
En 1926, Milkina había emigrado a París con su familia. Allí tomó clases de piano con Leon Conus y Marguerite Long, estudió composición -escribiendo una suite para piano titulada Mis juguetes- con Alexandr Glazunov, tocó a los 10 años para Rachmaninov y debutó, con 11, junto a la entonces prestigiosa Orquesta Lamourex. Era una época, según manifestara la propia Milkina a la musicóloga Jessica Duchen, en la que "hasta los taxistas de la ciudad eran príncipes rusos".
En la década de los treinta se instalaría en Londres, en Belsize Park, en la misma casa en la que vivía el también pianista Clifford Curzon -ella arriba y él abajo-, quien la admiraba muy sinceramente y se quejaba de que su talento no acabara de ser definitivamente reconocido.
Nacida, como Wolfgang Amadeus Mozart, un 27 de enero, Nina Milkina dedicó buena parte de su vida como intérprete a desentrañar la obra del salzburgués. En los inicios del Tercer programa -las emisiones musicales de la BBC-, se encargó de una serie semanal en la que interpretó todas sus sonatas para piano y, años después, fue protagonista, en el Festival de Edimburgo, de un recital conmemorativo del bicentenario del nacimiento del compositor en el que tocó tanto el piano como el pianoforte.
Mozart era uno de sus autores preferidos pero quizá fue en Chopin donde dejó una impronta más personal. Milkina partía de la base segura de una gran técnica, propia de su escuela, pero también de lo que la vida, ese ir de aquí para allá, le había ido dando de experiencia intransferible. Según el pianista americano Craig Seppard, que estudió un tiempo con ella, "era el epítome del encanto y la cultura, y su profesionalidad y su atención a cada nota de la partitura reflejaban la hondura de una personalidad en búsqueda constante".
Afortunadamente, su marido, Alastair Sedgwick, se empeñó, 10 años después de que su mujer debiera retirarse de los escenarios, en recuperar para el disco algunas de sus grabaciones más importantes, disponibles hoy solamente a través de Internet. Así pudimos comprobar la enorme clase de sus Mazurcas, en versiones que algunos críticos han comparado con las de los legendarios Ignaz Friedman o Arthur Rubinstein. O la versatilidad de su repertorio en un registro titulado Nina Milkina at the Wigmore Hall y que presenta piezas que van de Bach a Prokófiev con una curiosa parada en Scarlatti, un músico al que le otorgaba una gracia muy propia, "puro misterio español", según señalara Christopher Howell.
Con la gran pianista rusa muere quien, aunque casi oculta, era una más de las grandes del siglo XX. Como Joyce Hatto -tan secreta como ella y fallecida el pasado verano-, Lili Kraus, Yvonne Lefébure, Tatiana Nikolaieva, Maria Yudina, Monique Haas, Guiomar Novaes, Myra Hess, Moura Lympany, Annie Fischer o Clara Haskil, muy distintas entre sí, muy especiales todas ellas, pero insertas en esa gran tradición pianística que hoy atesora como gran guardiana Bella Davidovich, todavía en activo y decana, junto a la gran Alicia de Larrocha, ya retirada, de las grandes señoras del teclado.
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