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Reportaje:

La historia de la imagen del otro

No hace falta inventarse los marcianos porque los tenemos en nuestro planeta. Desde hace siglos el otro lado del horizonte anda poblado de criaturas extrañas, distintas, ya fuesen gigantes con un solo ojo o tipos enteramente cubiertos de vello e incapaces de hablar en latín. La primera gran exposición temporal del flamante Museo del Quai Branly, al pie de la torre Eiffel, está dedicada a la mirada que Occidente ha puesto sobre el otro, es decir, el negro, el indio, el salvaje. La exploración se abre en una sala recubierta de espejos y en la que hay sólo dos objetos: un reloj en forma de carabela, realizado a finales del XVI, destinado a Carlos V, y un globo terrestre realizado por Martin Waldseemüller en 1507 y que incluye un continente americano de contornos imprecisos pero situado entre dos océanos.

El tono está dado, entre la voluntad de domesticar lo maravilloso y el admitir lo que no sabemos. En la terra incognita sólo puede vivir gente salvaje -un derivado del latín silva, bosque-, gente que necesita ser educada, conquistada o exterminada, pero gente que ha de tener calidades excepcionales, nuevas, insólitas, que confieran grandeza a la aventura occidental.

En un primer momento, el "otro" es casi imaginario, el cuerpo peludo o vestido a base de follaje, desnudo y amante del canibalismo, de tez oscura y labios gruesos cuando priva la leyenda, vestido con elegancia y portador de raros y ricos regalos cuando la política se mezcla en el asunto y pinta elegantes negros como embajadores de reinos remotos.

De las grandes expediciones en busca de nuevas tierras nos quedan las telas de Frans Post para presentar el paisaje de Brasil a su rey o las que Albert Eckhout hizo entre 1634 y 1660 sobre los nativos y las frutas y verduras del mismo país y con destino a las paredes del palacio del gobernador, en la futura Recife, pero también nos quedan los objetos exóticos destinados a los gabinetes de curiosidades: copas hechas en una nuez de coco, conchas de tortuga transformadas en guitarra, corales en joya o colmillos de elefante labrados se suman a máscaras africanas, figurillas de todo tipo, coronas de plumas, anillos mágicos, recipientes decorados y toda clase de obras pensadas desde criterios estéticos o de utilidad distintos a los imperantes en las cortes europeas.

La pasión de coleccionista se puede conjugar con el esclavismo, como nos lo recuerdan algunas pocas obras, pero también con la disquisición filosófica que contrapone cultura a naturaleza y que, según sea el momento, da primacía a la una o a la otra, prefiere el buen salvaje o le teme como al diablo. Los descubridores dejan de ser aventureros y pasan a ser sistemáticos, primero en su afán por catalogar el mundo, por inventariar plantas y animales, luego empeñados en tomar referencias antropométricas de cada supuesta nueva raza descubierta. Ahí está la Venus de Milo, en medio de una sala, tonante parámetro de belleza del que se ríen polinesias, africanas o aborígenes. O mejor no, ellas no pueden reírse de nada porque somos nosotros, nuestros antepasados, quienes estamos en condiciones de imponerles un canon de belleza.

Durante el siglo XIX los museos europeos se llenan de objetos venidos de otros continentes, a menudo, lanzas, espadas y escudos, y son presentados tanto como testimonio de otras civilizaciones que en tanto que trofeos que prueban nuestra superioridad. Vae victis! Y si se suceden materiales que nos hablan de los distintos enfoques que se han sucedido a lo largo de los siglos respecto a cómo considerar la "otredad", tampoco faltan aquellos que nos presentan en situación de misioneros, de colonizadores, de educadores, de difusores de las luces. Henry Pierre Léon Pharamond Blanchard imagina una Primera misa en América destinada a llenar los cromos de las chocolatinas de colegios religiosos, Moritz Rugendas pinta los paisajes de los nuevos lugares descubiertos como grandes espacios vacíos, desiertos, que esperan pobladores. John Glover o Charvet prefieren imaginar el paraíso perdido mientras otros se lanzan a confeccionar un nuevo herbario o se interesan por las instituciones de los pueblos en vías de desaparición. Los antropólogos toman un momento el relevo para que al final sean los artistas quienes se manifiesten, admirativos, ante las formas primitivas del "arte negro". La exposición presenta las esculturas coleccionadas por Picasso, Derain, Vlaemink, Matisse o Braque, así como las que poseyeron algunos marchantes ilustres como Paul Guillaume. Es una manera de cerrar el círculo, pues la exposición termina allí donde comienza la colección permanente del museo, que ha rescatado por los dominios de la historia de las formas lo que antes pertenecía al de los pueblos, razas y religiones.

En el sueño imperial occidental figuró el convertir el planeta en paraíso para wasp y equivalentes. La jungla tenía que abrirse para permitir grandes avenidas arboladas con césped, las campanarios de las catedrales sustituir las palmeras en el sky-line y los edificios simbolizando el poder servir de referencia simbólica y ordenadora de un caos de casbah. Ciento veinte maravillosas fotos sobre la cuestión completan la exposición. Y no necesitan ser contradichas: todos tenemos en la cabeza cómo el sueño colonial se ha metamorfoseado en pesadilla mundializada, con urbes de más de treinta millones de habitantes y que, como escribiera Claude Levi-Strauss, "pasan de nuevas a viejas sin ser nunca antiguas".

La mirada del otro. Musée du Quai de París. Hasta el 21 de enero de 2007.

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