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Columna
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Refrescar

Algunas palabras viven en nosotros con toda naturalidad, como si formasen parte de nuestra familia o de la pandilla adolescente del barrio. Cobran una significación añadida, porque han caracterizado la experiencia cotidiana de los días y las noches. Desde que leí por primera vez las magníficas coplas de Antonio Machado sobre la muerte de don Guido, la climatología de Granada se infiltró de forma impertinente en las peripecias de este señor de Sevilla, "que era diestro/ en manejar el caballo,/ y un maestro / en refrescar manzanilla". El arte de conservar bien fría la manzanilla y rellenar el vaso cuando empieza a calentarse, tiene mucho que ver con Granada, una ciudad maestra en refrescar sus noches de verano. El verbo refrescar cae sobre las salidas nocturnas de los adolescentes granadinos desde sus primeras correrías. Llévate una rebeca, que luego refresca, suelen decir las madres en la puerta, cuando los hijos van a un concierto, o salen a quemar su juventud. Además de otros consejos de carácter prudente para evitar complicaciones corporales inesperadas, en la ciudad resulta necesario avisar de los caprichos de la temperatura. Sierra Nevada suele bajar a pasearse por Plaza Nueva, o por los bosques de la Alhambra, arrastrando consigo una memoria de nieves y de vientos que puede acabar en verdaderos ataques de frío. No es extraño que los turistas desorientados salgan a la calle a pecho descubierto, después de quemarse con el sol implacable del mediodía, sin sospechar que en cualquier esquina, o en cualquier terraza veraniega, está esperándoles un proceso sorprendente que nace de la brisa dulce, pasa por los diversos matices de la ciudad refrescada y culmina en una tiritona descomunal. La caída de la tarde, junto a las heridas rojizas del sol poniente, oculta un verde farmacia que se enreda con sigilo en los dolores de garganta, las aspirinas y las fiebres.

Las lluvias de esta semana me han devuelto el verbo refrescar. Mientras me levantaba a cerrar la ventana y me cubría con la sábana para defenderme de los amaneceres, confirmé la opinión de algunos amigos sobre las rarezas de este verano. El cambio climático provoca sus inercias en los diversos recodos de la geografía, faltándole el respeto a las tradiciones y pasando por encima de los consejos ancestrales. Cada ciudad comenta, según el meteorólogo de guardia que trabaja en su memoria, que ya no nieva o no llueve como antes, que no hay charcos en las calles, que las olas de calor amenazan con la rotundidad asfixiante de los desiertos, y que nunca se han visto tantas medusas en las aguas del mar. Cuando las playas se parecen a una taza de caldo, las medusas compiten con los bañistas, y luchan por dos metros cuadrados de paraíso. La rareza particular de este verano granadino no es que haya hecho calor, mucho calor, sino que haya refrescado muy poco por la noche. Los termómetros han mantenido su disciplina militar, sin dejarse conmover por los aires de la sierra. El sigilo vegetal de los jardines y de la Vega fue incapaz de colarse por las ventanas. Las farmacias deben estar calculando la conveniencia de exigir una declaración de zona catastrófica en la ciudad, porque los turistas se van marchando sin el impuesto establecido de medicamentos. Las citas culturales al aire libre no han acabado en pulmonía, y las madres sufrieron la carcajada sonora de sus hijos cada vez que aconsejaban la compañía preventiva de una rebeca. Aún es pronto para comprobar las consecuencias del cambio climático en el carácter de los ciudadanos de la Alhambra, pero ya hay motivos de preocupación seria: si en Granada no refresca por la noche, incluso en los momentos de calor más duro, es que algo grave está pasando en el mundo. Las lluvias, las brisas y los fríos son también inmigrantes que vagan sin raíces por las naciones, expulsados de su lugar natural. Ya no se trata de la alarma de los catastrofistas, ni de las profecías de los locos. Las heridas de la naturaleza empiezan a comprobarse en la propia piel.

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