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Tribuna
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La curiosidad intelectual como terapia

Aquella mañana me sentí atrapado. Es algo que les ocurre a muchas personas cuando se les mete una sola idea en la cabeza y no pueden sacudírsela. Había sucedido que en el campo de mi conciencia sólo cabía, sí, una idea, una idea convertida en aprensión, una aprensión que amenazaba con convertirse en obsesión, por su carácter persistente, incontrolable y ligado con ansiedad.

Veamos. A casi todos nos alcanza, un día u otro, algún trastorno de índole obsesiva. Ideas, imágenes, impulsos de acción continuada que ocupan todo nuestro espacio mental, que generan ansiedad y que, de algún modo, consideramos como intrusos. Sigmund Freud, en carta a su amigo Fliess, mencionaba la analogía entre la "posesión obsesiva" y la "posesión demoníaca" vigente en la Edad Media. Poderes asaltantes vividos como "extranjeros" a uno mismo. Puede haber obsesión con compulsión o sin ella. La historia está llena de ejemplos de personas conocidas que han tenido la necesidad de realizar rituales compulsivos para afrontar sus obsesiones. Pienso en el ansioso cuidado que ponía Samuel Johnson para salir o entrar por una puerta (según cuenta su biógrafo Boswell). En el caso de Martín Lutero, sus obsesivos escrúpulos morales le condujeron, por reacción, a una autoterapia radical que él mismo convirtió en doctrina: la salvación sólo viene de la fe.

Algunos de los ritos obsesivos más frecuentes tienen que ver con la limpieza (una amiga de mi madre se lavaba las manos cuarenta veces al día), o con ordenar la casa, cerrar puertas, revisar cerraduras, cosas así que son como conjuros para neutralizar temores obsesivos. Naturalmente, hay personas más vulnerables que otras. Hoy se piensa que quizá el asunto tenga que ver con la mayor o menor inhibición de la serotonina a nivel central.

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En mi caso, aquella mañana había un peligro real, pero lo enfermizo era que la idea del peligro ocupase toda mi conciencia. Me puse a leer el periódico y apenas me enteraba de lo que leía. Así hasta que, tras haber comido, conseguí ensanchar mi campo de conciencia, disminuir la angostura (angst) y resituar el tema desde una panorámica más amplia. Comencé a preguntarme: ¿qué diablos está ocurriendo aquí? ¿Qué es esto de tener la mente acaparada por una sola idea? ¿Qué clase de obturación es ésta? Y he ahí que la curiosidad intelectual se hizo terapéutica. Comencé a salirme fuera del problema, lo aislé, lo relativicé, le colgué incluso una etiqueta, me tranquilicé. Fue, más o menos, como meditar: traspasar las fronteras de mi ego, ver mi propia obsesión desde el exterior, desidentificarme, entrar en la llamada posición de Testigo (en sánscrito, sakshin). Y todo ello sin empeñarme en conseguirlo; al contrario: si sigo ahí prisionero, qué más da. En el budismo se llama vipassana a ese tipo de meditación que no se empeña en conseguir la quietud mental, sino que, sencillamente, toma nota de lo que va pasando por la conciencia de uno, que igual que viene se va. Se presta una atención plena a todo lo que se presenta, fuera y dentro de uno, sin juzgarlo, sin aprobarlo ni desaprobarlo, simplemente observándolo, cobrando conciencia del carácter efímero de todo lo que fluye por la mente, lo cual remite a la vacuidad del ego, incluso a su irrealidad.

Y ya digo que, en mi caso, el catalizador fue la curiosidad intelectual, esa energía crítica que incide con la energía mística. Quiere decirse que la salud comienza a recuperarse cuando uno se pregunta, realmente interesado, qué diablos está ocurriendo. Cuando uno moviliza su deseo de comprensión. Y así sucede que interrogarse sobre la ansiedad es ya comenzar a salir de la ansiedad.

Autoterapia cognitiva: elevar las emociones al nivel cortical donde puedan ser procesadas y -acaso- diluidas. Ampliar el marco conceptual en el cual la idea obsesiva se inscribe. No absolutizar ningún concepto, despejar el campo de la conciencia. Curiosidad intelectual por lo que a uno le sucede. Con la inmensa cantidad de ideas que por ahí circulan, ¿cómo va uno a dejarse poseer por una sola? Mejor ensayar, como he dicho, lo que los hindúes llaman "posición de testigo" (sakshin), la "conciencia del espectador", incontaminada como la pantalla donde se proyecta el filme de la vida. Y desde ese margen, a veces, ¿por qué no?, un cierto desprecio hacia el prójimo que te agrede, cuando éste es el caso. Junto a ello, una aplicación de la teoría del caos, el modelo no lineal de la conducta: tomar decisiones minúsculas (no rituales) que habrán de incidir -retroactivamente- sobre las actitudes iniciales. En mi caso, aquella mañana, llenar el estómago.

Sí, la curiosidad intelectual es terapéutica. Incluso en cuestiones relacionadas con lo que algunos llaman, inadecuadamente, el problema del sentido de la vida. En un famoso párrafo situado al final de su libro Los tres primeros minutos del universo, el científico Steven Weinberg escribe: "Cuanto más comprensible parece el universo, tanto más carente de sentido parece también. Pero si no hay consuelo en los frutos de nuestra exploración, hay al menos cierto consuelo en la exploración misma". Y concluye con la idea de que la curiosidad intelectual que empuja a tratar de entender el mundo "es una de las pocas cosas que eleva la vida humana por encima del nivel de la farsa".

Salvador Pániker es filósofo, ingeniero y escritor.

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